Viernes 14 de junio de 2002
 

Una sociedad disfuncional

 

Por James Neilson

  Parece absurdo que haya hambre en "el granero del mundo" y que, para colmo, se manifieste de forma truculenta en el "jardín de la República", pero ya nadie pensaría en negarlo. Tan angustiantes han sido las imágenes difundidas por el mundo, que los españoles organizaron colectas, instituciones como Cáritas se movilizaron y el Banco Mundial subrayó su preocupación. Pero, como todos sabemos, los aportes de los españoles no llegan debido a la idiotez burocrática o porque son robados en el camino, la capacidad de Cáritas para hacer frente al drama es muy limitada y las contribuciones del Banco Mundial suelen compartir el destino de las dádivas hispanas. Por lo tanto -coincidirán los bien pensantes-, todo hace suponer que no habrá "solución", que una vez más el "modelo" mostrará sus garras asesinando a los niños, que para poner fin al genocidio será necesario despedirnos de un orden internacional injusto, lo cual, huelga decirlo, sólo serviría para agravar un desastre causado no por el hipotético exceso del "individualismo" estimulado por la propaganda neoliberal, sino por su ausencia.
Durante la Segunda Guerra Mundial y en los años que la siguieron, los británicos y muchos otros europeos, miembros de sociedades que eran industriales e "individualistas" por antonomasia, se salvaron del hambre cultivando pedacitos de tierra en sus propios jardines o, en el caso de los habitantes de las ciudades, en pequeños lotes -"allotments"- cedidos por el Estado a varios kilómetros de sus hogares. Ayudaba que en el fondo de su corazón hasta el londinense más urbanizado se creía un propietario rural obligado por las circunstancias a vivir en un departamento, pero aunque los mitos nacionales sobre lo que constituía la Inglaterra "auténtica" hubieran sido distintos, los más habrían entendido muy bien que probar suerte como hortelano era mejor que la alternativa.
Aquí, empero, la idea de que con un poco de esfuerzo sería posible eliminar el hambre que está causando estragos permanentes en muchos lugares del país parece bastante exótica. A veces, diarios y revistas nos informan que grupos de vecinos se han puesto a criar gallinas o crear huertas, pero es evidente que los periodistas toman tales reacciones ante la crisis por manifestaciones asombrosas del ingenio criollo. Asimismo, en un artículo escrito por Enrique M. Martínez para el matutino porteño "Página/12" en el que proponía esta forma tan obvia de autoayuda, el autor daba por descontado que la pasividad dominante se debía al "neoliberalismo", aunque sucede que los pueblos más dispuestos a valerse por sí mismos de dicha manera por desconfiar del Estado, los anglosajones, son precisamente los más "liberales".
La verdad es que a través de los años la sociedad argentina se ha hecho cada vez más dependiente. No sólo ha sido cuestión de la relación del país como tal con el resto del mundo, sobre todo con Estados Unidos, sino también de las relaciones entre los "dirigentes" por un lado y "la gente" por el otro. Casi todos presuponen que el mundo es una suerte de pirámide en la que la autonomía es una ilusión, de modo que en última instancia todo dependerá de cuánto hacen quienes ocupan un sitio más cercano al ápice. El clientelismo, este fenómeno que tiene sus raíces en la antigüedad, es un arreglo que estimula el servilismo, la voluntad de subordinarse a otro a cambio de algunos mendrugos o, quizás, una oportunidad para lucrar, es el eje en torno del cual gira todo lo demás. No hay capitalismo en serio, porque todo empresario sabe que le conviene más hacerse amigo de un político influyente que producir mejor: el desbarajuste desatado por la pesificación "asimétrica", o sea, el reparto por el gobierno de premios fabulosos y castigos salvajes según criterios netamente políticos, ha sido un triunfo del clientelismo. Puesto que los jueces fueron elegidos por los políticos, la relación de la Justicia con el poder es clientelar. El sobredimensionamiento del sector público que, además de costar demasiado, es increíblemente ineficaz, es una consecuencia lógica del clientelismo. Y por haberse formado en una sociedad tan profundamente clientelista, con escasas excepciones los intelectuales se han acostumbrado a considerarla natural, razón por la que la crisis acaso terminal del orden establecido les ha resultado inexplicable.
La relación de la clase política local con Estados Unidos es típicamente clientelista, cuando no feudal. Imagina que por haber cumplido su deber una serie de gobiernos, votando en favor de Washington en las Naciones Unidas y mandando aquellos buques al Golfo, el padrino se ve obligado a asegurarle un ingreso adecuado. Tal actitud es característica del empleado público que sabe que en ocasiones le corresponde participar de una manifestación de apoyo al jefe, pero que se sentiría agraviado si a éste se le ocurriera ordenarle trabajar más. Sin embargo, en Estados Unidos las tradiciones clientelistas son menos fuertes que en la Argentina, de forma que a los norteamericanos la conducta de los peronistas, radicales, frepasistas y aristas les parece incomprensible. ¿Por qué no tratan de solucionar sus propios problemas?, preguntan. Por toda respuesta, sus interlocutores procuran convencerlos de que la Argentina ya ha cumplido con todos los deberes de un buen cliente.
La ola -por ahora, bastante reducida- de antinorteamericanismo que se ha notado últimamente se debe exclusivamente a la resistencia del gobierno de George W. Bush a enviarnos aviones repletos de dólares frescos. Se asemeja, pues, a la indignación que sienten los ñoquis cuando a raíz de alguna dificultad fiscal el gobierno local deja de pagarles o lo hace en una moneda de fantasía. Si bien la postura así supuesta no es muy digna, la mentalidad clientelista está tan difundida en la Argentina que pocos la creen grotesca. Asimismo, el que el gobierno de Duhalde, un producto casi caricaturesco del clientelismo populista, haya esperado más de cinco meses para que el FMI le perdone sus pecados, actuando como si lo único que le importara era persuadir a Anoop Singh y Anne Krueger de que era un subordinado obediente y por aquel motivo merecía ser atendido, ha dado lugar a una exhibición de servilismo tan extraordinario como inútil. Al FMI, a los norteamericanos y a los europeos no les interesa un bledo la voluntad de Duhalde de congraciarse con ellos, lo que quieren es evidencia de que la Argentina está por instrumentar las reformas que su condición hace imprescindibles, planteo que, obvio es decirlo, no entenderán nunca los productos de la mentalidad clientelar.
Fronteras adentro, las relaciones entre las personas, los grupos y los sectores suelen ser similares, con la diferencia de que aquí los "dirigentes" tienen el poder y saben que por compartir los demás su propio código de conducta no habrá malentendidos comparables con los que surgen cuando es forzoso negociar con extranjeros, necesidad ésta que es tan humillante para los habituados a creerse potentados que no sorprende que les haya atraído tanto la idea de "vivir con lo nuestro". Se trata de un ideal digno, casi "protestante", pero de uno que es incompatible con la realidad de una sociedad en la que la mayoría entiende que no le será dado hacer nada sin el visto bueno de los jefes. Por su naturaleza, el clientelismo inmoviliza. En aquellas provincias en las que su presencia es ubicua y asfixiante, apenas hay señales de iniciativas particulares: la gente ni siquiera piensa en arreglar sus propias casas por entender que como "víctima" es su obligación depender de la generosidad del cacique político local.
La enfermedad clientelista ha dejado paralizados al gobierno y a una proporción muy grande de los habitantes del país. Aquél no sabe qué hacer y ésta no cuenta con los recursos anímicos que le permitirían hacer frente a las dificultades. Todos están esperando a que el gran caudillo, que desgraciadamente para ellos se llama George W. Bush, dé las órdenes y, por supuesto, la "plata fresca" para que la Argentina pueda ponerse en movimiento. Sin embargo, Bush no quiere darse por aludido. Como otros líderes de los países ricos, el norteamericano cree en una variante del individualismo liberal, no en el clientelismo extremo y denigrante que impera desde hace muchas décadas en la Argentina y que, además de arruinarla por completo, la ha hecho radicalmente incapaz de reaccionar ante el desafío sin duda difícil que le ha sido planteado por el derrumbe económico, político y social que la está devastando.
     
     
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