Martes 11 de junio de 2002
 

El camino europeo

 

A diferencia de Europa, en la Argentina es difícil hallar conexión entre el discurso de los dirigentes y lo que procuraron hacer.

  Luego de un período prolongado signado por el dominio tanto político como cultural de la centroizquierda, muchos europeos han decidido que les convendría más ser gobernados por la centroderecha, de ahí el avance de la Unión por la Mayoría Presidencial que apoya a Jacques Chirac en la primera vuelta de las elecciones legislativas francesas que se celebraron el domingo pasado, los triunfos conservadores recientes en países como Holanda e Italia y la probabilidad de que los demócratas cristianos desplacen a los socialistas en Alemania. El único socialista que está en condiciones de frenar a los conservadores es Tony Blair, pero sucede que a juicio de los tradicionalistas el primer ministro británico es en realidad un "liberal" de ideas no muy distintas de aquellas de Margaret Thatcher. Por cierto, ésta es la opinión del grueso de nuestros radicales, peronistas e izquierdistas -es decir, de la mayoría abrumadora de la clase política cuyas actitudes están compartidas por los medios más influyentes-, que se consideran incomparablemente más progresistas que Blair. Aquí, los dispuestos a confesarse simpatizantes de Chirac, José María Aznar, Silvio Berlusconi o el alemán Edmund Stoiber constituyen una minoría pequeña. Aunque en Europa Ricardo López Murphy y Patricia Bullrich serían calificados de centristas, están ubicados bien a la derecha en el espectro ideológico local.
La diferencia así supuesta sería lógica si la Argentina fuera un país tan congénitamente socialdemócrata como los escandinavos y por lo tanto decididamente más igualitario y "solidario" que casi todos los integrantes de la Unión Europea, pero como todos sabemos éste dista de ser el caso. Por el contrario, en términos objetivos, la Argentina es llamativamente más "derechista" -es decir, menos equitativa- que cualquier país europeo y, para colmo, lo ha sido desde hace muchas décadas. En otras palabras, mientras que la retórica de los políticos europeos guarda cierta relación con lo que efectivamente hacen cuando están en el poder, en la Argentina sería muy difícil encontrar alguna conexión, por tenue que fuera, entre el discurso habitual de los dirigentes peronistas, radicales e izquierdistas y lo que han procurado hacer, motivo por el que es comprensible que la mayor parte de la población ya no tenga ningún interés en escuchar sus afirmaciones.
Con todo, parecería que la misma brecha que ha servido para hacer del eslogan "que se vayan todos" un lema muy popular aquí, está abriéndose en Europa. Los más perjudicados por la sensación de que los políticos conforman una clase corporativa aparte han sido los autodenominados "progresistas" porque, a diferencia de la mayoría de los conservadores, siempre han prometido mucho más. En un intento por explicar sus reveses, los ideólogos de la izquierda democrática europea los han atribuido al racismo popular y a la preocupación presuntamente exagerada de la clase media por la delincuencia callejera, pero la propensión así manifestada a despreciar las inquietudes del ciudadano común no los ha ayudado en absoluto. Antes bien, ha convencido a muchos de que los progresistas son privilegiados que, por vivir aislados en barrios ricos, pueden darse el lujo de pasar por alto los problemas concretos de "la gente", o sea, que como los políticos argentinos se las han arreglado para distanciarse del resto de la sociedad.
Es probable que en los próximos años los partidos de izquierda europeos logren remozarse, obligando a los dirigentes veteranos a jubilarse y renovando sus propuestas a fin de adecuarlas a la actualidad. Sus líderes son conscientes de que si rehúsan hacerlo por razones supuestamente principistas pero en verdad egoístas, compartirán el destino de sus equivalentes argentinos, al convertirse en el blanco de la indignación de sus compatriotas. Puesto que ningún dirigente cuerdo encontraría atractiva dicha perspectiva, los más ambiciosos dan por descontado que la única forma de reaccionar frente a los reveses consiste en emprender reformas drásticas porque, de lo contrario, las derrotas siguientes serán mucho más contundentes. En política, resistirse a cambiar equivale a suicidarse, realidad que, desafortunadamente para nosotros, demasiados dirigentes argentinos se han negado a entender.
     
     
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