Lunes 27 de mayo de 2002
 

Delito y sociedad

 

Por Martín Lozada

  El aumento del delito en nuestro país constituye un hecho objetivamente acreditado. Así lo demuestran las cifras dadas a conocer recientemente por el Registro Nacional de Reincidencia y Estadística Criminal, de las cuales se desprende un dato muy significativo: el total de las condenas registradas en el 2001 aumentó en un 70% en relación con las de 1999.
Las 23.044 sentencias condenatorias impuestas superan todos los antecedentes experimentados en nuestra historia como nación. Sólo en la provincia de Buenos Aires, en los últimos dos años, subieron de 3.408 a 8.271. En la Capital Federal lo hicieron de 2.513 a 4.425, mientras que todavía más pronunciado fue el aumento en provincias como Santiago del Estero, Jujuy y La Rioja. La tasa de reincidencia, por su parte, se mantiene estable y resulta la misma desde hace cinco años: el 23%.
Uno de los factores que con mayor frecuencia se analizan en estas secuencias estadísticas es el relativo a la edad de los victimarios. Asistimos en este campo a un notorio incremento de la delincuencia juvenil e infantil. Prueba de ello es que el porcentaje de inculpados menores de 21 años creció en forma sostenida desde 1995, y que ya en 1999 el 42% de los sentenciados fueron ciudadanos comprendidos entre los 18 y 25 años. En la actualidad la mitad de los condenados son jóvenes cuyo promedio de edad oscila en los 19 años. Otros adicionales datos ilustran sobre la magnitud del problema. La edad promedio de los internos en las cárceles argentinas ha bajado notoriamente, pasando en la provincia de Buenos Aires de los 31 años en 1984 a los 21 en 1994. Circunstancia que resulta altamente elocuente si tenemos en cuenta que los sectores jóvenes de nuestra población resultan, según los índices económicos y sociales, los más afectados por la desocupación, la falta de capacitación y la ausencia de horizontes.
Las estadísticas señaladas y el aumento de las tasas de criminalidad no escapan, sin embargo, a una realidad que se sucede a lo largo del subcontinente latinoamericano. Tanto el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) como otras organizaciones indican que América Latina es en la actualidad la segunda zona con mayor criminalidad del mundo, después del Sahara africano.
En consonancia con ello, y siempre según registros del citado banco, en el Brasil se destina a la seguridad pública y privada la suma de 43.000 millones de dólares por año, lo que representa el 10,3% de su Producto Bruto Interno. Colombia, por su parte, lo hace con un número todavía mayor de recursos públicos y privados, en orden al 24,7% del Producto Bruto Interno. Se encuentra además muy difundida en nuestro entorno la tendencia a asimilar, sin más, a la inseguridad con el crimen. La seguridad puede ser enfocada, no obstante, de modo más amplio, como comprensiva de necesidades y aspiraciones que encuentran numerosos obstáculos en la vida cotidiana, tales como el desempleo, las enfermedades, la falta de previsión y, también, por supuesto, el delito. Este último constituye una de las manifestaciones que adopta la inseguridad en nuestros días y no, en cambio, su exclusiva causa generadora. Verlo de otro modo, amén de un error epistemológico, ha contribuido a generar una inflación punitiva que poco favor le ha hecho a la prevención efectiva del delito.
Como sostiene Bernardo Kliksberg, coordinador de la Iniciativa del Capital Social, Etica y Desarrollo del BID, las razones del significativo aumento del delito deben ser abordadas, por su complejidad, desde diversas perspectivas. Resultan así imprescindibles los análisis efectuados desde la economía, el desarrollo social, la cultura, la educación, la ética y los valores.
Especial trascendencia dentro de este panorama tiene el vertiginoso deterioro de las condiciones sociales experimentado durante las últimas décadas. La caída de los pilares sociales del Estado trajo así aparejada, para amplios sectores de nuestra población, la imposibilidad de acceder a los servicios de salud, educación y vivienda. Este deterioro se encuentra estrechamente vinculado con el aumento de las polarizaciones sociales en la América Latina, a modo tal de ser considerada en la actualidad como una de las regiones que mayores desigualdades presentan en el planeta: el 10% más rico de la población percibe 84 veces el ingreso del 10% más pobre.
Como sabemos, las desigualdades notorias generan agudas tensiones sociales y crean un clima de alta conflictividad potencial. Para atacar los factores criminógenos resulta entonces conveniente que las sociedades y los Estados revigoricen el entramado de los servicios sociales básicos y se esfuercen, simultáneamente, por aumentar las oportunidades ocupacionales para los jóvenes, creando espacios para los millones que están hoy fuera del mercado de trabajo y del sistema educativo.
El Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, lo ha formulado con autoridad y gran sentido práctico: de acuerdo con un estudio de costos, en los Estados Unidos es mucho más caro arrestar a un delincuente joven, juzgarlo y encarcelarlo, que invertir a fin de que disponga de una beca para llevar adelante sus estudios. Con la diferencia notable de que esto último reduce efectivamente la tasa de criminalidad, mientras que no resulta de igual modo, en cambio, con la puesta en marcha del proceso de criminalización por parte del Estado.
     
     
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