Viernes 24 de mayo de 2002
 

El "ultraderechista" holandés

 

Por James Neilson

  A juicio del canciller Carlos Ruckauf, un político que por sus actitudes a menudo truculentas sería considerado un "neonazi" si viviera en Europa, la mera posibilidad de que el gobierno español decidiera exigir visas a los argentinos que quisieran trasladarse a la madre patria supondría el "triunfo de Jean-Marie Le Pen" y del espíritu "neonazi" en el viejo continente. Exagera, claro está, pero Ruckauf dista de ser el único que se ha encargado de advertirnos sobre el avance al parecer inexorable de la "ultraderecha" europea. Según buena parte de la prensa española, francesa y británica, las hordas neonazis están imponiéndose por doquier en España, Francia, Dinamarca, Holanda, el Reino Unido e Israel, país éste que en cierto modo podría considerarse un enclave europeo en el Medio Oriente. Por ahora, Alemania parece no estar en peligro de ser inundada por la marea negra, pero pronto lo estará: de ahora en adelante, todo desmán perpetrado por un "skinhead" será tomado por una confirmación irrefutable de que la esvástica está de regreso. De concretarse la prevista derrota de los socialistas de Gerhard Schröder en las elecciones de setiembre, el mundo entero sabrá lo que le espera.
¿Tienen razón los que se dicen atemorizados por el supuesto resurgimiento "neonazi"? La verdad es que no. Por ahora cuando menos, no hay motivos para suponer que Europa ha elegido volver a las andanzas de antaño. A lo sumo, muchos europeos se sienten molestos por la llegada de contingentes enormes de inmigrantes musulmanes -ya hay veinte millones o más en la Unión Europea-, que incluyen a muchos varones jóvenes que en seguida se declaran en guerra contra el país anfitrión, postura que es aplaudida por los contestatarios locales más resueltos. Puede que los nativos de ideas anticuadas sean "intolerantes" y demasiado ignorantes como para apreciar el valor del "multiculturalismo", doctrina según la cual cualquier modalidad tercermundista, entre ellas la tradición de mantener secuestradas a las mujeres y, por si acaso, de mutilarlas, echarles ácido en el rostro o asesinarlas, merece tanta veneración como todo lo realizado por Mozart o Einstein, pero no debería sorprendernos que algunos se hayan resistido a resignarse a la transformación radical de lo que al fin y al cabo es su comunidad.
No hay que decir que interesaría saber cuál sería la reacción del argentino común si en un lapso muy breve barrios enteros se vieran ocupados por decenas de miles de magrebíes, hindúes o ruandeses que, sería de suponer, no se asimilarían con la misma facilidad que los bolivianos, paraguayos y chilenos que ya comparten la misma cultura que los argentinos hasta tal punto que puede resultar difícil identificarlos. ¿Se felicitarían por los aportes así recibidos, comprometiéndose a respetar las particularidades de los recién llegados y a comprender el desprecio que sienten los más belicosos por todas las usanzas occidentales? ¿O dirían que preferirían un proceso inmigratorio que fuera más controlado y más selectivo, o sea, discriminatorio? Puesto que la Argentina tradicionalmente ha obligado a los inmigrantes de procedencia no hispánica a cambiar sus nombres -medida que conforme a las pautas progresistas europeas es netamente "neonazi", para no decir culturalmente "genocida"-, sería de suponer que aquí un eventual cambio demográfico comparable con los que están concretándose en todas las ciudades grandes y chicas de Europa resultaría un tanto conflictivo.
El francés Le Pen y el austríaco Jörg Haider son demagogos desagradables que han logrado aprovechar la negativa de los políticos moderados a reconocer que la inmigración masiva, sobre todo cuando se trata de la llegada de personas de cultura radicalmente diferente que, por cierto, no se destacan por su tolerancia, su vocación progresista o su respeto por los derechos ajenos. Sin embargo, el holandés asesinado Pim Fortuyn que, a juicio de casi todos los medios de difusión del planeta, era un "ultraderechista" también, no tenía nada en común con Le Pen y Haider. ¿Ultraderechista? Fortuyn, un dandy homosexual de conducta extravagante, mereció dicho epíteto por haber opinado que el Islam es atrasado porque sus clérigos suelen rabiar contra los homosexuales calificándolos de "cerdos". De haber dirigido sus dardos contra la Iglesia Católica por reivindicar actitudes similares, a nadie se le hubiera ocurrido calificarlo de "ultraderechista" o "neonazi". En cuanto a su planteo en favor de controlar la inmigración hasta que el diez por ciento de la población de origen tercermundista -en Rotterdam, la ciudad de Fortuyn, dicen que alcanza el 56%- se adaptara al estilo de vida sumamente tolerante holandés, se trataba de una propuesta que en otros tiempos hubiera parecido inocua.
Si bien están en lo cierto los que afirman que muchos europeos sienten nostalgia por el fascismo y por la "ultraderecha", los más nostálgicos no son los "burgueses" o "los lumpen" -es decir, los obreros no comunistas-, sino los izquierdistas que añoran la militancia de antes y, por carecer de un enemigo de perfil adecuadamente satánico, están esforzándose por fabricar uno de la materia que tienen a mano aun cuando ésta sea tan poco promisoria como la suministrada por un homosexual rampante, amigo de la marihuana, de opiniones libertarias. Con la colaboración de los medios que, como sabemos, se alimentan del tremendismo, toman la elección de un par de ediles nacionalistas en una ciudad británica deprimida -la equivalente de Concordia- por evidencia de que los herederos de Adolf Hitler están por conquistar el Reino y la voluntad de Fortuyn de exigirles a los dirigentes musulmanes mostrarse tan tolerantes hacia los demás como el resto de los holandeses por una manifestación inaceptable de prepotencia racista.
En Holanda, Dinamarca y Gran Bretaña es poco probable que la búsqueda maníaca de "nazis" en los lugares menos esperados ocasione muchos problemas. En cambio, en el Medio Oriente podría provocar una catástrofe. Con regocijo indisimulado, muchos europeos -seguidos por sus compañeros de ruta latinoamericanos- de una variedad llamativa de colores ideológicos han descubierto que Israel es un país poblado casi exclusivamente por "nazis" que están cometiendo crímenes más horrendos que el holocausto europeo. No extraña, pues, que algunos hayan incorporado a su lista de blancos legítimos las sinagogas o que intelectuales europeos no sólo hayan "comprendido" los atentados contra restaurantes o discotecas en Israel sino que también, en algunos casos, han recomendado la liquidación lisa y llana de los colonos judíos de Cisjordania. Después de todo, no son personas, son "nazis".
Hace algunas semanas, estos cruzados humanitarios nos aseguraban que en la localidad palestina de Jenin, un lugar notable por la producción de bombas humanas, los nazis judíos habían perpetrado una matanza digna de las SS, matando a miles de mujeres, niños y ancianos palestinos inocentes de la manera más atroz. En opinión de un general francés, lo que había ocurrido en "Jeningrado" era peor que todo lo hecho por sus propios compatriotas en la guerra de Argelia, en la que mataron a por lo menos un millón de árabes. Representantes europeos de la ONU y otras organizaciones equiparables proclamaban que el mundo nunca había visto nada remotamente igual. Sin embargo, una vez terminada la batalla de Jenin, las versiones se modificaron. Los palestinos dirían que los propios muertos habían totalizado sesenta, de los cuales más de cincuenta habían sido combatientes bien armados y se ufanarían de que las casas destruidas habían sido convertidas en trampas mortales para sus enemigos. La verdad, pues, no tuvo nada que ver con la historia fabricada por los propagandistas antiisraelíes, pero, como Goebbels preveía, la impresión de que los israelíes -mejor, los judíos- son "nazis", de modo que los europeos cristianos de los años treinta y cuarenta no habían sido tan malos, no sería borrada por aquel detalle menor.
Desde el punto de vista de muchos argentinos, la obsesión creciente de tantos europeos progresistas con el peligro neonazi ha constituido un revés muy grave. Gobiernos europeos moderadamente socialistas o conservadores ya tienen un pretexto convincente y políticamente correcto para cerrarles las puertas en las narices: dicen que si bien están en favor del libre movimiento de las personas, entienden que es necesario privar a la "ultraderecha" de una causa emotiva. Y aunque todos saben que los inmigrantes juzgados difíciles no son los argentinos sino los procedentes de culturas dominadas por individuos que son agresivamente hostiles a Europa y a todos los valores propios de la democracia moderna, puesto que no les es dado discriminar han decidido excluir a todos.
     
     
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