Jueves 7 de marzo de 2002
 

Ya no somos extraños entre nosotros

 

Por Eva Giberti

  Una circunstancia dominante y característica de las actuales manifestaciones que recorren las calles de las ciudades argentinas, así como de las reuniones que se constituyen en asambleas, reside en que sus protagonistas no se consideran extraños entre sí.
Este parecería un comentario redundante y aun obvio: son personas que se juntan para solicitar lo mismo, para pelear por causas y necesidades similares o iguales, por lo tanto no se los podría imaginar como extraños entre sí.
Sin embargo alcanzó con escuchar las diferencias que existen entre las consignas que se levantan en tales reuniones para advertir que no necesariamente se trata de preocupaciones coincidentes. Aunque aparecen unificadas en la lógica desesperación y en la inevitable furia que las alientan.
Fue el filósofo Simmel quien sostuvo que la idea de "extraño" se modificó con la aparición de la modernidad. Hasta ese momento el extraño era aquel que llegaba desde afuera, particularmente desde algún lugar o región desconocida o lejana. Lo cual lo mantenía bajo sospecha durante años, aun habiéndose afincado en determinada comunidad.
En cambio, como parte de nuestro estilo de vida, diariamente alternamos, viajamos, con personas desconocidas y aun interactuamos con ellas, pero, casi siempre mediante contactos coyunturales y fugaces. No es frecuente que iniciemos conversaciones con ellas. El paradigma, por lo menos en la ciudad de Buenos Aires, lo encontramos dentro del mismo edificio constituido por un consorcio: se ingresa en el ascensor junto con otro consorcista que acaba de llegar, del cual sabemos que vive en la misma casa, pisos más arriba o más abajo, y no se intercambia palabra alguna, salvo sea el saludo como prueba de corrección urbana. Los más osados o las más desinhibidas quizá comenten "¡qué calor!" o bien: "¿Cuándo terminará de llover?"
Sin ser extraños, se instala la marcación de la extrañeza y extranjería.
El fenómeno que registramos en los encuentros actuales incluye algo así como un estar de entrecasa no obstante transitar por las calles. Se lo advierte, por ejemplo, en las ropas y en posturas corporales, en los movimientos del cuerpo que acompañan a las voces en grito, en el balanceo de brazos que repican cacerolas, en el transportar carteles y pancartas que obligan a determinadas formas de caminar, sobre todo si se sostienen entre dos personas y en la necesidad de desplazarse cómodamente lo que descarta calzados con tacos para las mujeres y en general recomienda zapatillas (nunca arriesgarse a calzar chinelas porque si es preciso huir de la andanada de gases o de las balas de goma con las que la policía se entrena tirando al blanco humano, seguramente se perderán durante la corrida); todo ello desemboca en la creación de una familiaridad que, por lo menos entre nosotros, no se conocía.
En estas prácticas encuentro ciertas diferencias con los encuentros que protagonizábamos en la última dictadura. Por empezar, contábamos con una consigna única, además sabíamos que la policía arremetería contra las columnas y no dudábamos de que los servicios "de inteligencia" se infiltrarían y fotografiarían permanentemente. O sea, íbamos preparadas y sin llevar chicos. La unidad de esos agrupamientos había sido construida previamente y estaba sostenida por los familiares desaparecidos, o detenidos y por la convocatoria general en defensa de los derechos humanos. Esta es una diferencia sustantiva respecto de las reuniones actuales espontáneas e improvisadas, reguladas, básicamente, por la necesidad extrema de defenderse de los atropellos que desde distintas vertientes acometen a la ciudadanía. Lo cual ha creado una fraternidad singular entre quienes protagonizan estos encuentros, es decir, se ha incorporado una vivencia asociada con la solidaridad y el reconocimiento de "los otros" como personas cercanas, con las cuales es posible -y recomendable- sintonizarse.
Personas que hubiesen mantenido contactos coyunturales y fugaces, sin considerarse extraños entre sí, actualmente se convierten en cófrades de una misma causa compartiendo los mismos sufrimientos y emprendiendo las mismas luchas. Ese compartir conduce a solidaridades impensadas que sustituyen la que Goffman denominó "desatención cortés" o sea, estar al lado de otra persona sin mostrar hostilidad y al mismo tiempo demostrando que no existe interés en empezar una conversación, si bien ambas personas dan por supuesto que ese tipo de contacto superficial es fiable.
Entre quienes participan de las manifestaciones y cacerolazos surgió una confianza espontánea, intuitiva, como fenómeno que parecería ser nuevo. Y que en medio de tantos padecimientos, vale la pena subrayar como un valor.
     
     
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