Lunes 11 de marzo de 2002
 

Escrache oficial

 

Muchos quieren que algunos personajes conocidos, como Cavallo, guarden silencio y no vacilan en decirlo con brutalidad.

  A pesar de haber experimentado una serie de desastres que, en opinión de líderes tan diversos como el presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso y el papa Juan Pablo II, ponen en peligro a sus instituciones democráticas, la Argentina sigue siendo un país libre en que el derecho de todos a manifestar sus opiniones, por poco populares que éstas fueran, no se ha visto conculcado. Sin embargo, parecería que a muchos no les gusta esta realidad: quieren que algunos personajes conocidos -los que, por casualidad, consideran sus adversarios- guarden silencio y no vacilan en decirlo con brutalidad. A juicio de quienes piensan de este modo rudimentario, al ex ministro de Economía Domingo Cavallo no debería serle permitido intentar defender su gestión o comentar en torno de las medidas tomadas por Jorge Remes Lenicov. En efecto, el que se haya animado a hacerlo en las páginas de un diario porteño le ha merecido una andanada de insultos proferidos por individuos como el vocero presidencial Eduardo Amadeo, que parece creerse facultado para hablar en nombre de todo el pueblo argentino que a su entender está tan harto de Cavallo que le corresponde callarse la boca, diversos senadores peronistas, economistas vinculados con sindicalistas que defienden el sector público existente y muchos otros. Dadas las circunstancias, la vehemencia matonesca de Amadeo y quienes se expresan del mismo modo es sorprendente: al fin y al cabo, si todos los argentinos coincidieran en que Cavallo fue el único responsable del estado del país y que por lo tanto habría que declararlo persona non grata, sus declaraciones no preocuparían a nadie.
Si bien procurar deslindar responsabilidades por el colapso que finalmente se produjo a fines del año pasado supone una tarea nada fácil, es obviamente necesario tratar de hacerlo, porque sin un diagnóstico correcto será imposible encontrar el remedio apropiado. Por esta razón, lejos de intentar amordazar a Cavallo, los preocupados por el futuro del país deberían estar esforzándose por aprender de su experiencia. De todas maneras, achacar el derrumbe a un solo hombre es claramente absurdo. Por muchos que fueran los errores cometidos por Cavallo en el transcurso de su gestión accidentada, el que un presidente radical se sintiera obligado a convocarlo, que sus correligionarios, sus muecas de horror no obstante, lo aceptaran, y que por las razones que fueran durante los meses primeros la mayoría de los peronistas diera a entender que lo apoyaba, puede considerarse evidencia suficiente de que la situación que "heredó" Cavallo el año pasado ya era catastrófica. Por supuesto que en nuestro país es tradicional que los dirigentes oficialistas atribuyan la crisis terminal de turno a la inoperancia, traición o peor del gobierno anterior, como si antes de su llegada la Argentina fuera un paraíso terrenal, pero puesto que Cavallo volvió al Ministerio de Economía hace menos de un año, en esta ocasión el alarde de amnesia colectiva así supuesta parece un tanto extravagante.
La costumbre a primera vista infantil de imputar "la crisis" a la perversidad de un solo genio del mal y de dar por descontado que la caída se inició en una fecha emblemática relativamente reciente dista de ser inocua. El consenso aparente en tal sentido permite a los integrantes de la "clase política" pasar por alto la posibilidad de que las causas básicas de la debacle sean tan profundas que para que la economía resulte viable será necesario emprender reformas drásticas que afectarían la maraña de estructuras clientelares con la cual los populistas reemplazaron el Estado hace mucho más de medio siglo. Puesto que la construcción de estas estructuras ubicuas antedata las gestiones de Adalbert Krieger Vasena, José Alfredo Martínez de Hoz o Cavallo, convencerse de que antes de la aparición del más odiado -el que en la actualidad sería el último- el país era fundamentalmente sano, constituye un buen pretexto para dejar las cosas como están, aspiración que a esta altura no parece realizable pero que aun así se resisten a abandonar duhaldistas y alfonsinistas además, claro está, de aquellos sindicalistas combativos que han hecho de la defensa implacable del sector público tal como está conformado su objetivo principal.
     
     
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