Jueves 7 de marzo de 2002
 

El poder de la calle

 

No sorprende que tras concederles a los políticos impunidad hoy muchos no les perdonen nada. Este zigzageo no debe confundirse con progreso.

  Aunque muchos se han convencido de que tanto Fernando de la Rúa como Adolfo Rodríguez Saá abandonaron la Casa Rosada debido a los sendos cacerolazos que se habían celebrado en Plaza de Mayo horas antes, la verdad es que en ambos casos el factor decisivo consistía en el escaso apoyo que les daban los demás integrantes de la clase política nacional. De haber disfrutado del respaldo firme de sus congéneres, no se les hubiera ocurrido dejarse voltear por una manifestación callejera hostil. Sin embargo, este detalle no ha impedido la difusión de la idea de que "el pueblo" pueda y deba obligar a los políticos a obedecerlo en seguida, de ahí los cacerolazos cotidianos y, lo que es mucho más siniestro, la proliferación de los llamados "escraches" que en el fondo son tan "populares" y "democráticos" como los linchamientos antes rutinarios en el sur de Estados Unidos.
Por encontrarse entre las víctimas preferidas de estos operativos a menudo emprendidos por grupúsculos minoritarios deseosos de sacar provecho del clima de ebullición imperante, los radicales, liderados por el ex presidente Raúl Alfonsín, han protestado contra la práctica, exigiendo que la ley sea aplicada con la severidad necesaria. No se trata de un pedido autoritario o antidemocrático sino, por el contrario, de un intento tardío de asegurar que fuerzas autoritarias y antidemocráticas no logren hacer que el país retroceda a épocas vergonzosas del pasado en las que turbas organizadas silenciaban a los adversarios de sus jefes. Es una lástima que los radicales no hayan reaccionado del mismo modo cuando las víctimas de los "escraches" eran personajes vinculados con el régimen militar que por lo tanto en su opinión merecían plenamente ser escarmentados porque la pasividad de los políticos ante aquellos episodios sirvieron para dotarlos de una pátina de legitimidad democrática, pero aun así es positivo que se hayan dado cuenta de que hay una diferencia muy grande entre la agitación callejera y la participación política y que, de todos modos, no pueden justificarse los linchamientos o los daños a la propiedad aludiendo a la presunta vileza de los perjudicados.
Los entusiasmados por los cacerolazos, los escraches y las asambleas barriales los reivindican afirmando que por fin el pueblo, sobre todo la clase media, se ha percatado de que los dirigentes políticos nunca les habían prestado atención, de suerte que no les ha quedado más alternativa que la de peticionar de la manera más ruidosa y personalizada posible. Los que piensan así no se han equivocado por completo: es patente la brecha que separa a la clase política por un lado, de "la gente" por otro. Sin embargo, no habrá sino una forma eficaz de salvarla y ésta consistirá en premiar en las urnas a aquellos políticos que se preocupen por el bien público y castigar a quienes habitualmente privilegien los intereses corporativos de su sector o partido. Huelga decir que hasta producirse el "voto bronca" del año pasado, los políticos ahora denostados tenían buenos motivos para creer que la ciudadanía aprobaba su conducta.
Es fuerte en nuestro país la tendencia a ir de un extremo a otro, de la hiperinflación a la estabilidad monetaria férrea, de una dictadura militar represiva a una democracia llamativamente permisiva, de manera que no es tan sorprendente que después de conceder a los políticos un grado de impunidad haya muchos que no estén dispuestos a perdonarles nada. Por desgracia, el zigzagueo así supuesto no debería de confundirse con el progreso. Tanto en el ámbito de la economía como en aquel de la política, es mejor avanzar por un camino intermedio sin procurar buscar atajos saliendo a la banquina. Es claramente necesario que los políticos sean severamente controlados por el resto de la ciudadanía, pero esto no quiere decir que sea lícito agredirlos toda vez que se animen a aparecer en público, costumbre autoritaria ésta que es la antítesis de la democracia, modalidad que nació de la conciencia de que en una sociedad civilizada la violencia física jamás puede considerarse un sustituto del debate y que a menos que todos acepten someterse a las mismas reglas los que terminarán triunfando no serán los capaces de convencer sino los matones que estén en condiciones de intimidar.
     
     
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