Miércoles 27 de febrero de 2002
 

Nuestro carácter

 

Por Félix E. Sosa (*)

  Cuál es la causa profunda del desastre que estamos viviendo, y de esta cuesta abajo que parece no terminar nunca?
Debiéramos decir, continuando con el tenor de otras notas (5/2 y 14/2 en "Río Negro"), que la propensión a gastar más de lo que tenemos es relevante, así como también una clase política de superlativas corrupción e irresponsabilidad, a la que le hemos otorgado un poder excesivo sobre nuestro destino colectivo; algunos quieren encontrarla en el exterior y en la perversidad de los acreedores y organismos financieros internacionales, con lo cual nos declararíamos "inocentes".
No hay tal: no saldremos de este pozo a menos que nos convenzamos de que los que hemos hecho las cosas mal, y las seguimos haciendo, somos los argentinos, y que los gobernantes que hemos tenido son los que nos merecemos, y nos representan genuinamente, son la emanación de nuestra sociedad.
Apuntaremos algunos datos, sin pretensión de agotar el inventario. Tenemos un manifiesto desprecio a la ley y a no cumplir las reglas. Cuéntase de uno de los primeros adelantados en el río de la Plata, que al recibir un decreto real que no lo conformaba, en gesto teatral lo puso por sobre su cabeza y dijo: "Acato, pero no cumplo". Desde entonces hasta ahora, la violación de la norma es considerada no sólo tolerable sino aplaudible por el argentino medio. Tal como se destacó en una nota de lectores en este mismo diario hace unos días, festejamos un gol hecho con manifiesta y confesada infracción, atribuyéndolo a la "mano de Dios", glorificamos el aserto de "hecha la ley, hecha la trampa", y ante cualquier medida gubernamental buscamos inmediatamente la forma de esquivar sus efectos y no colaborar, considerándolo legítimo. No faltarán los jueces deseosos de publicidad, que encontrarán siempre razones para dejar sin efecto lo dispuesto legítimamente por el Legislativo y el Ejecutivo.
Hasta le pusimos un nombre, decimos que ésta es la "viveza criolla", elevada a virtud cuando debiera ser reprobable. Otro ejemplo es la prácticamente unánime violación de los reglamentos de tránsito, que nos ha llevado al triste récord mundial de accidentes automovilísticos (esto también pesa en la economía nacional, aunque no parezca).
Ese mismo desprecio a las reglas que nos hace aplaudir a quien las transgrede se transforma curiosamente en indignada reacción cuando son otros los que cometen la más mínima infracción. Airadamente, cuestionamos al violador, a la autoridad que toleró el error, y estamos prontos a denunciar conspiraciones o maléficas alianzas, especialmente si se trata de una confrontación deportiva internacional.
Una educación perniciosa nos convenció, en la primaria, de que el país era rico y que teníamos un "destino de grandeza", creando además las bases para nuestra manifiesta soberbia, que nos ha enajenado las simpatías no sólo de nuestros hermanos latinoamericanos, sino que ha permitido que en el Primer Mundo nos miren con desconfianza, en tanto pueblo que se cree dueño de la razón, y habilitado para reírse de las reglamentaciones. Esa convicción del destino de grandeza además nos privó de la necesaria predisposición al sacrificio que tienen aquellos pueblos que, por lo contrario, se fundaron convencidos de su pobreza y de la necesidad de trabajar para superarla.
No es el menor de nuestros defectos el exitismo, ése que llevó a la mayoría del pueblo argentino, en 1982, a aclamar masivamente a un dictador que pocas horas antes había repudiado de la misma manera. Ello nos hizo, con torpe inmadurez, confundir la guerra con un partido de fútbol, y mandar a la muerte a miles de adolescentes en un conflicto bélico que debió y pudo haberse evitado.
Tenemos además una ingenua confianza en que el Estado, o el gobierno, está destinado a solucionar todos nuestros problemas, y que a él le cabe la misión de enriquecer a la sociedad; como resultado de ello, nuestras constituciones y leyes rebosan de misiones obligatorias para el Estado, en la mayoría de los casos imposibles de cumplir, o sólo realizables sobre la base de un costo financiero elevadísimo. Para muestra, no podemos dejar de traer el ejemplo del constituyente rionegrino que declaró que "las cárceles son sanas y limpias", lo que en la confrontación con la realidad constituye una manifestación de estulticia increíble, y que sería para reír si no lo fuera para llorar. Ello nace de una convicción del legislador de que el Estado es omnipotente, y que basta decretar algo para que se convierta en hecho...
Esa veneración por el Estado, producto ciertamente de algunas teorías políticas que según se ve calaron hondo en la mentalidad argentina, resulta no obstante contrariada por la misma conducta de los argentinos, que no dudan en evadir impuestos, "currar" al Estado si cuadra, y hasta a veces saquearlo (como las "industrias del juicio" que proliferaron en su momento contra los Ferrocarriles, YPF y otras empresas públicas). Ello nace de aquella "viveza criolla" y propensión a la trampa a que hemos hecho referencia al comienzo; el argentino medio no se da cuenta de la contradicción insalvable de esperar todo del Estado al que sin pudor se priva de las condiciones mínimas para cumplir aquello que se le está exigiendo.
Así, creemos que lo que es del Estado es "nuestro", es decir de todos, pero no dudamos en dañar o saquear esa propiedad del común, como si ello fuera lo más normal.
Fidel Pintos creó aquel inolvidable personaje que perpetraba la inefable "sanata" (discurso con aparente brillantez, pero sin contenido alguno), e inmortalizó al "chanta", o sea aquel que tiene soluciones para todo y siempre está dispuesto a la crítica más o menos destructiva, pero que puesto a probar su habilidad para llevar a cabo los éxitos prometidos en su discurso, procura eludir la responsabilidad, y obligado a asumirla, fracasa miserablemente.
Nuestros gobernantes se ven todos reflejados en este espejo, pero no nos engañemos: no vinieron de otro planeta o de otro continente a colonizarnos y conducirnos a la ruina, no; son los legítimos representantes del pueblo argentino, de nuestras grandezas y miserias, y de la cultura popular de la sociedad.
El camino de la responsabilidad no es otro que el de la autocrítica, necesariamente dolorosa y hasta despiadada. Tenemos la obligación de tratar de descubrir nuestros errores y transmitir nuestro arrepentimiento a la generación siguiente, en la esperanza de que ellos los corrijan y construyan otra Argentina, la que hemos soñado y en cuya futura existencia queremos todavía creer. El camino de la autoindulgencia que supone que no nos merecemos la suerte que hemos tenido, ni somos responsables de nuestro fracaso, es deletéreo, porque recae en el mal de buscar en otros, o afuera, la raíz del mal. Siempre que creamos eso estaremos eludiendo la búsqueda franca de una solución que debe pasar principalmente por enmendar el propio carácter nacional.
No es buscando culpas en otros, o sospechando complots externos, que se pueda salir; puede que muchos nos quieran mal o no se comporten equitativamente con nosotros, pero la irresponsable autoindulgencia y la autocompasión no harán otra cosa que cerrarnos el camino de la necesaria enmienda.
Estas líneas están dictadas por la acuciante aspiración a buscar soluciones para un mal que no deja de herirnos cada día, y por una pasión absolutamente sincera en cuanto a la necesidad de corregir errores. No se procura agotar la lista de ellos, y admite, por supuesto, correcciones en cuanto se demostrase equivocación en el planteo. Lo que nos interesa destacar es la necesidad de esa autocrítica y esa corrección. No pretendamos que otros solucionen los problemas de los argentinos. Es nuestra responsabilidad primordial tratar de hacerlo.

(*) Profesor de la Facultad de Derecho de General Roca.
     
     
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