Viernes 15 de febrero de 2002
 

Un problema internacional

 

Por James Neilson

  Según dictaminó el archiconservador francés Joseph de Maistre, los distintos países siempre tienen los gobiernos que merecen, juicio que no puede ser del agrado de los centenares de miles de manifestantes que al grito de "que se vayan todos" están protestando con furia contra la "clase política" en su conjunto por haberlos gobernado tan mal. Aunque algunos están dispuestos a reconocer que les hubiera convenido votar en favor de otros, suponen que su propio aporte al desastre ha sido de omisión, no de comisión. Ya rechazarían con indignación la idea de que los vicios atribuidos a la clase política sean los del resto de la sociedad, es decir, de ellos mismos, ya jurarían que nunca más se permitirían practicarlos. Tan fuerte se ha hecho la hostilidad hacia "los políticos" que muchos parecen haberse convencido de que se trata de personas de otra raza, de integrantes de una elite imperial rapiñadora acaso comparable con la conformada por los visigodos que dominaban España antes de la irrupción de los ejércitos musulmanes.
No es un fenómeno nuevo. Por el contrario, "que se vayan todos" es un lema recurrente que se ha oído en muchísimas oportunidades en todos los países de habla española. En la Argentina ya es tradicional que cada tanto el país entero parezca decidir que la única forma de salir del berenjenal de turno consistiría en expulsar del poder a todos los vinculados con un statu quo vuelto intolerable. Se trata de una costumbre que se remonta a los comienzos de la historia española en los siglos agitados que siguieron al derrumbe del imperio romano. La historia de España y de sus descendientes ha sido una crónica de rupturas traumáticas, de borrones y cuentas nuevas, de expulsiones masivas, de revoluciones supuestamente definitivas, algunas al parecer exitosas. Puede que esta manera de tratar la política ya sea arcaica, pero aún no se ha agotado por completo. Para que se produzca un cambio cultural se necesita mucho más que un mero cambio de circunstancias: anticuadas o no, las tradiciones de este tipo propenden a eternizarse.
Si, para júbilo de la mayoría, todos se fueran, ¿quiénes los reemplazarían? Mal que bien, los políticos o, cuando menos, los dirigentes, son imprescindibles. Si, como parece probable, la Argentina resulta ser incapaz de engendrar una "clase política" satisfactoria, ¿terminará abriéndose a una forma novedosa y, sería de esperar, benigna de injerencia extranjera? ¿Se convertirá en una suerte de protectorado sui géneris, aunque sólo fuera por un período limitado, manejado en efecto por Estados Unidos y la Unión Europea? Ya no es sólo cuestión de una pesadilla nacionalista. Hace algunos años hubiera sido inconcebible que un representante de las Naciones Unidas participara en la "mesa de diálogo" convocada por el presidente Eduardo Duhalde o que funcionarios del FMI celebraran encuentros de trabajo con gobernadores provinciales. De agravarse mucho más la crisis -y todo hace prever que se agravará muchísimo-, una proporción cada vez mayor del poder político se verá transferida abiertamente a las manos de asesores "internacionales" que en tal caso cumplirían un papel no muy diferente del desempeñado en otras épocas por los generales, almirantes y brigadieres de las Fuerzas Armadas. Asimismo, si como muchos vaticinan la "pesificación" fracasa, sobrevendrá la "dolarización" con todo cuanto esta modalidad implicaría. Es factible que la implosión argentina obligue a la "comunidad internacional" a crear instituciones destinadas a brindar a los "estados fracasados", pero en muchos sentidos culturalmente desarrollados, la seguridad precisa en que reinventarse sin tener que destruirse antes.
Los vacíos de poder no pueden perpetuarse en ninguna parte. Tarde o temprano, serán llenados por algo. Como nos recuerda con cierta frecuencia Duhalde, la anarquía es insoportable. Cuando una clase dirigente nacional se desprestigia tanto que la mayoría quisiera deshacerse de ella, virtualmente cualquier alternativa, por exótica que fuera, resultará aceptable. Si es considerada más "moderna", tanto mejor. Siempre ha sido así. La escasa simpatía que sentían los españoles comunes por los visigodos de origen teutón facilitó la conquista de la península por los guerreros de lo que en aquel entonces era una civilización claramente superior, aunque radicalmente distinta. Hasta ahora, en la Argentina el odio esporádico por "los políticos" no ha tenido consecuencias tan insólitas, pero sí hizo posible la serie de regímenes militares que se inició en 1930 para cerrarse más de medio siglo después.
A su modo, las dictaduras más recientes representaron "la modernidad" y "la civilización occidental", afirmándose resueltas a llevar a cabo las reformas necesarias para que la Argentina se transformara en un país tan capitalista y democrático como Estados Unidos o los miembros de lo que sería la Unión Europea. Se trataba de proyectos que la mayor parte de la clase media cree propios, razón por la que los sucesivos golpes militares fueron recibidos con beneplácito. Aunque la conducta de los "salvadores de la patria" no fue nada civilizada y las reformas que impulsaron resultaron ser penosamente tibias, el que se hubieran identificado con la "modernización" de un país claramente atrasado sirvió para desacreditar todo intento posterior de reducir la distancia que separaba a la Argentina de sus modelos primermundistas.
Si bien casi todos, sin excluir a los propios militares, celebran la desactualización de la clásica alternativa castrense, no cabe duda de que su ausencia ha dejado un abismo político en el que el país entero se ha precipitado. Aunque es evidente que a la mayoría le gustaría que la Argentina se asemejara más a España o Italia, para no hablar de Francia o de Estados Unidos, que a Bolivia y Paraguay, ningún gran partido está plenamente comprometido con un programa de gobierno que la ayudaría a avanzar por el "rumbo" deseado. Por el contrario, tanto la UCR como el PJ son regidos por individuos que se formaron cuando la política argentina era una puja entre militares y civiles, de suerte que a su entender era deber de todo demócrata bien nacido oponerse sistemáticamente a cualquier iniciativa que una vez habría sido aprobada por un uniformado. En cuanto a "la autocrítica", a pesar de todo lo sucedido, muchos aún la toman por sinónimo de traición, por una manera de colaborar con el enemigo.
En 1983 los radicales estaban tan impresionados por los horrores perpetrados por el Proceso que se resistían a considerar la posibilidad de que la dictadura había sido un síntoma de un mal mucho más profundo, no el mal mismo, y que por lo tanto les correspondía asegurar que la Argentina cesara de ser un país en el que buena parte de la población periódicamente llegaba a la conclusión de que una tiranía constituiría la única "salida". Asimismo, gracias al desbarajuste creado por los radicales, los peronistas pudieron olvidar las deficiencias grotescas del gobierno de Héctor Cámpora, Juan Domingo Perón e Isabelita. La Argentina es un país amnésico en que lo ocurrido hace más de un par de años carece de importancia, lo cual, desde luego, significa que sus dirigentes políticos siempre han subestimado la gravedad de sus problemas.
Pues bien: no es concebible que la Argentina se recupere sin dotarse antes de una clase política que merezca un mínimo de respeto, pero, ¿de dónde saldrían los hombres y mujeres que sustituirían a sus representantes actuales? No es demasiado probable que surjan de las asambleas barriales o de las reuniones de piqueteros: además de defender intereses sectoriales, los más activos en las organizaciones que están conformándose representan variantes de la "vieja política" que, como sabemos, suele identificarse con la lucha contra la "modernización" con la que sigue soñando el grueso de la población del país que, por cierto, no siente entusiasmo alguno por un destino tercermundista. Tampoco hay motivos para suponer que miles de ciudadanos "normales", atribulados por el desmoronamiento de su país, optarán por emprender una carrera en política: formar nuevos partidos o transformar los ya existentes exigiría habilidades que aquí sólo poseen los políticos profesionales que, huelga decirlo, no colaborarían con los deseosos de marginarlos. Por lo tanto, no sorprendería demasiado que, tal y como ha hecho en tantas otras ocasiones, un pueblo decepcionado terminara buscando fuera del sistema formal una "alternativa" a una clase política juzgada incorregible. Puesto que los militares no tienen ni la voluntad ni la capacidad para reasumir su rol tradicional, tendría que buscarla más allá de las fronteras nacionales.
     
     
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