Jueves 14 de febrero de 2002
 

Caciques y estadistas

 

Por Félix Sosa

  No es demasiado difícil imaginar cuáles fueron las condiciones que adornaron al primer cacique o líder tribal de la Edad de Piedra; necesariamente hubo de haber sido el más fuerte o el más habilidoso en el manejo del garrote; a igualdad de fuerza y habilidad, el más despiadado, es decir el que menos escrúpulos tenía para partir ese mismo garrote en la cabeza de quien osare discutir su autoridad.
A poco andar, la fuerza, la habilidad motora y el carácter despiadado cedieron espacio a otras cualidades: la astucia, la habilidad para la intriga y la traición se unieron a las precedentes "virtudes" para encumbrar reyes, tiranos o emperadores, fundando el método propio de la actividad política.
Guglielmo Ferrero en su obra "Grandeza y decadencia de Roma" nos da una idea acabada de los manejos electorales a los que se entregaban los distintos caudillos que se sucedían en las diversas Magistraturas; los Gracos, Clodio, Mario, Julio César, Sila, Pompeyo y otros estaban en condiciones de dar clases a nuestros actuales políticos en cuanto a procederes arteros, mentiras varias, traiciones y alianzas espurias. Es cierto que tenían un mayor entrenamiento, ya que en la República Romana las elecciones eran anuales.
Allá por los comienzos del siglo XVI después de Cristo, el más lúcido de los pensadores políticos, Niccoló Machiavelli, explicó claramente en las páginas de "El Príncipe" cómo funcionaba el método de los políticos, es decir la forma y distintos procederes utilizados para adquirir, conservar e incrementar el poder. Con admirable ironía llamaba "virtú" a esa habilidad para violar la palabra empeñada cada vez que hiciera falta, para cumplirla si convenía, para mentir y engañar, y recurrir a la fuerza y a la traición si cuadraba.
El florentino, que había ejercido y vivido la política, no inventó nada: simplemente explicó cómo funcionaba el juego político, cómo habían hecho generaciones de políticos antes que él para hacerse con el poder y conservarlo. Es con admirable doblez cómo en la actualidad los políticos acusan de "maquiavélicos" a sus opositores, sin dejar por ello de practicar ellos el mismo método, que es el que -lamentablemente- da mejores resultados en ese particular juego.
Aunque otros teóricos políticos posteriores hayan predicado la conveniencia de que los profesionales de la política tengan otra clase de virtudes, ello no ha modificado la naturaleza propia de la actividad; a lo sumo, ese "deber ser" que la teoría quiere establecer para la política hace que el enmascaramiento de las intenciones sea más eficiente y solapado, y -por qué no- establece un precario freno para ciertas actitudes mucho más desvergonzadas que antes eran totalmente comunes. Con lo que el "deber ser" queda reducido a un pálido "debiera ser".
Es común escuchar a los descontentos afirmar que "si la gente decente y honesta se dedicara a la política, estas cosas no pasarían", lo que constituye una petición de principio: para triunfar en política, necesitarían hacer tantas trampas y mentir tanto como los verdaderos políticos, con lo que terminarían convertidos en tales sin duda alguna. A lo sumo, algunos podrían resultar incorruptos en el proceso (en el sentido de corrupción patrimonial), lo cual no es demasiado alentador, ya que dentro de la misma clase política existen aquellos cuyo limitado afán de riqueza -o frenos morales- les impiden sobrepasar esa barrera. Siendo la falta de escrúpulos uno de los requisitos para triunfar, esa misma falta de escrúpulos se traslada fácilmente a la esfera patrimonial, por lo cual la corrupción es endémica en la clase política, con las muy honrosas excepciones que quepa destacar.
Hay quienes ingenuamente propician acabar con los políticos, lo cual no es posible; no es que ellos perviertan a la política, sino que es esta actividad la que forma, por su propia dinámica, tales caracteres y vicios. El rechazo a la clase política encumbró varias veces en nuestro país al partido militar; obviamente, los militares metidos a políticos no se convirtieron en otra cosa que en políticos en toda la extensión de la palabra; malos, para colmo, con resultados desastrosos en sus sucesivas gestiones, y catastróficos en la última.
Desde la Carta Magna (1215) en adelante, y en todas las Constituciones, se tiende a restringir o limitar el poder de los políticos -y del Estado, su creación- como necesaria salvaguarda de la ciudadanía ante los abusos del poder. Desde el punto de vista económico-financiero, no hay duda de que a mayor poder y a mayores capitales que administrar, habrá mayor corrupción o peligro de que ésta se extienda. Son por otra parte pocas las naciones cuya riqueza se ha formado al ritmo de la actividad de los administradores estatales. No han sido las gestiones políticas las que han permitido crear la actual prosperidad de la industria y el comercio en el Primer Mundo, más bien tendríamos que decir que estos países han crecido a pesar de aquellos que detentaban el poder, sin perjuicio de que en muchos casos ciertas medidas adoptadas desde el Estado hayan colaborado activamente en la gestión de la prosperidad.
Ello hace que resulten tanto o más utópicas y poco realistas las doctrinas y teorías que preconizan la intervención estatal amplia o la gestión directa del Estado en la economía, tal como la hemos sufrido en la Argentina en los últimos años. Casi podríamos decir que es regalarle al zorro la llave del gallinero; no hay ángeles que vengan a administrar el Estado-providencia y difícilmente se los pueda encontrar; solamente hay políticos y la realidad nos muestra cómo son. No nos engañemos, tenemos un triste ejemplo en casa.
Una sana desconfianza en el Estado, producto del conocimiento de la naturaleza propia de la actividad política y de las cualidades de quienes la practican, debiera por lo tanto llevarnos a la necesaria conclusión de ponerle límites, de no entregarles el destino del pueblo y de su riqueza. Es mucho más realista el anarquismo que el comunismo, porque aquél parte del postulado de la perversidad congénita del Estado, y éste quiere entregarle vidas, honores y haciendas a un ente cuyos administradores no son para nada de fiar, hayan leído a Marx, Nietszche o Locke. Lamentablemente, la utopía anárquica es irrealizable, pues mal que nos pese, el Estado es necesario, pero entendámoslo bien: un mal necesario, tal como lo son los políticos, porque alguien tiene que administrar; es decir, que la única solución es limitar su poder. Por haberlo ampliado en lugar de limitarlo, es que estamos como estamos.

(*)Ex juez de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de General Roca.
Profesor en la Facultad de Derecho UNC.
     
     
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