Martes 12 de febrero de 2002
 

En defensa del Poder Judicial

 

Por Gregorio Badeni

  La distribución del ejercicio del poder entre distintos órganos del gobierno impone un delicado equilibrio y coordinación para evitar la atrofia del poder y, al mismo tiempo, una sutil técnica de controles recíprocos para impedir que alguno de ellos desborde los límites impuestos por la Constitución en salvaguarda de los derechos de las personas.
La función del Poder Judicial es la de ejercer la potestad jurisdiccional, en las controversias sometidas a su consideración, aplicando la ley, y controlar la constitucionalidad de las normas emitidas por los órganos legislativo y ejecutivo en resguardo de la supremacía de la ley fundamental.
Esa es la función de los jueces, de la cual están excluidos los restantes órganos del gobierno.
La jefatura del Poder Judicial corresponde, conforme a la Constitución, a la Corte Suprema de Justicia.
Si bien cualquier juez puede ejercer aquella función, en última instancia sus decisiones quedan sujetas a la revisión de la Corte.
En este esquema, la Constitución aspira a que se cumpla el rol institucional del Poder Judicial y que sus integrantes no sean simples ejecutores de la política diagramada por el Congreso y el Poder Ejecutivo, sino miembros de un órgano de control que, actuando con total independencia, conformen una barrera infranqueable para la acción de los organismos políticos en defensa de las libertades civiles y públicas.
A esa finalidad respondió la decisión del presidente Bartolomé Mitre cuando, con motivo de la primera integración de la Corte, escogió a sus miembros -Francisco de las Carreras, Salvador del Carril, José Delgado, José Barros Pazos y Valentín Alsina- entre sus adversarios políticos para que pudieran ejercer un control "imparcial e insospechado de las demasías de los otros poderes del Estado".
Sin embargo, el respeto a los miembros de la Corte se quebró en 1947 cuando, con motivo de un deplorable juicio político, fueron separados de su seno cuatro jueces por mantener una línea independiente frente a las exigencias del Poder Ejecutivo.
A partir de entonces cada vez que se constituyó un nuevo gobierno, ya sea de jure o de facto, fue alterada la composición de la Corte con la incorporación de miembros comprometidos, total o parcialmente, con la política social y económica del gobierno de turno.
Las únicas excepciones se registraron en 1962 y 1963, cuando fue respetada la composición de la Corte establecida en 1958 por un elenco gubernamental diferente del que presidieron José María Guido y Arturo Illia.
Otro tanto en 1999, pues Fernando de la Rúa respetó la integración de la Corte forjada con las propuestas que formularon Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
El armónico funcionamiento del mecanismo constitucional de renovación de los cargos políticos sin afectar a los miembros de la Corte y tribunales inferiores generó, en 1999, la expectativa de asistir a la actuación de una Corte Suprema independiente de los poderes políticos.
El desarrollo de semejante proceso debía razonablemente disipar las dudas de la sociedad sobre la independencia del Poder Judicial.
Es que las eventuales vacantes que se produjeran en ella, si bien serían cubiertas por personalidades afines al grupo político gobernante, sus eventuales extralimitaciones serían neutralizadas por una mayoría independiente con la cual, a la larga, se mimetizarían los nuevos miembros de la Corte.
Todos los órganos del gobierno, al ejercer sus funciones, deben procurar de no imponer obstáculos arbitrarios al desenvolvimiento de los representantes.
En el caso de la Corte Suprema, cuya misión se limita a la aplicación de las normas jurídicas, su labor debe ajustarse a derecho pero con un criterio dogmático y no teórico.
Esto significa que, a través de una interpretación razonable de una norma resulta viable su convalidación, jamás pueden declarar su invalidez porque se considere que no satisface los reclamos del pueblo.
Colmar tales demandas es función del Congreso y Poder Ejecutivo, pero no de los jueces.
Caso contrario, ellos se estarían arrogando funciones que, constitucionalmente, no les competen.
Esta particularidad, que no llega a ser comprendida por la ciudadanía debido a su insuficiente educación constitucional, es la que muchas veces motiva reclamos de parte de ella atribuyendo a los jueces conductas corruptas, carentes de ética o desprovistas de independencia.
Muchas veces expresamos nuestra disconformidad jurídica con algunos de los pronunciamientos de la Corte. Pero esa disparidad de opiniones, en modo alguno, nos hizo pensar que deliberadamente sus integrantes obraron con la finalidad de violar la ley fundamental.
Por otra parte, no podemos dejar de reconocer que esa misma Corte, en muchas oportunidades, declaró la inconstitucionalidad de leyes y decretos.
De decretos con los cuales el presidente pretendió ejercer potestades impositivas propias del Congreso; de leyes que desnaturalizaban la estructura constitucional por obra de la interpretación efectuada por el Poder Ejecutivo como, por ejemplo, el impuesto al valor agregado que a comienzos de 1999 se pretendió aplicar a los ciudadanos que adquirían periódicos o requerían la prestación de servicios médicos.
Tampoco podemos olvidar algunos fallos que preservaron la libertad de expresión -madre de todas las libertades públicas- como cuando se dejó sin efecto la censura previa demandada por la jueza Servini de Cubría a un programa del recordado Tato Bores; o desestimó los reclamos de algunos dirigentes políticos por las críticas periodísticas. También cuando acató las recomendaciones de los órganos creados por la Convención Americana sobre Derechos Humanos imponiendo, en las causas penales, un amplio debate recursivo en defensa de los derechos de quienes fueron condenados en una primera instancia judicial.
O cuando introdujo en nuestro derecho la doctrina de la "real malicia" con la cual se posibilitó la absolución del periodista Morales Solá, injustamente acusado por un funcionario del gobierno presidido por Raúl Alfonsín.
Por otra parte, frente a la actuación del Poder Judicial se registra, con frecuencia, una actitud patológica: quienes se ven favorecidos por una sentencia judicial, entienden que se les dio la razón que tenían; quienes pierden un proceso, le imputan la culpa al juez porque "se vendió" a la contraparte, porque es corrupto o porque es un ignorante. Actitudes irracionales, y hasta irrespetuosas, que deforman la imagen pública del Poder Judicial.
Desde el restablecimiento constitucional en el país, fue necesario que transcurrieran 16 años para que se alcanzara el objetivo de independencia impuesto por la ley fundamental.
Sin embargo, una vez más la dirigencia política pretende apartarse del espíritu de la Constitución propiciando la remoción de los jueces de la Corte.
El resentimiento, la mezquindad, las pasiones incontrolables parecen, nuevamente, imponerse a la sensatez forjando una idea pueril que fue descalificada por nuestra experiencia histórica. Creer que con el simple cambio de las personas se perfeccionará milagrosamente el funcionario de nuestras instituciones republicanas.
Pero ¿quién nos asegura que el cambio podrá consolidar un Poder Judicial independiente?
Sí, precisamente, aquella experiencia nos demuestra que una nueva composición de la Corte Suprema será un retroceso para el logro de aquel objetivo y una señal de alerta para los jueces inferiores que, en algún momento, pretendan descalificar la validez de los actos de un órgano ejecutivo impulsivo y de un Congreso inoperante.
Estamos sumidos en una gravísima crisis económica, social, política y hasta institucional.
Pero ¿quiénes son sus responsables? Por supuesto que no son los jueces que se limitan a aplicar la ley si ella es constitucional.
La responsabilidad recae, primordialmente, sobre los políticos y economistas que no han sabido encontrar los remedios para prevenir y remediar aquella crisis.
Responsabilidad, claro está, que se extiende a cada uno de nosotros en la medida en que, con nuestro asentimiento o silencio, avalamos la actuación de dirigentes incompetentes.
Asumir esa responsabilidad, es propio de una comunidad democráticamente madura.
Al hombre se le ofrece libertad y se le reconocen sus derechos para hacerla efectiva, pero también aspira a disfrutar de una razonable seguridad. A que exista un control efectivo sobre la constitucionalidad de los actos provenientes de los órganos políticos y a que se respete la estructura consagrada por la ley fundamental.
Lamentablemente, ese anhelo quedará en suspenso sin la presencia de un Poder Judicial sólido e independiente como el que comienza a vislumbrarse en la actualidad.
(DYN)
     
     
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