Lunes 11 de febrero de 2002
 

Los políticos y la banda de ladrones de Kelsen

 

Por Ricardo Gamba

  La unificada reacción instintiva de la casta política respecto del fallo de la Corte Suprema, donde no se apreciaron diferencias en la irritación y desagrado que les produjo, revela ya inocultablemente que estamos a milímetros de tener que ver en los políticos una banda delictiva, una asociación que ejerce el poder según sus propios códigos internos y no reconoce en el orden jurídico nada frente a lo cual deban inclinarse. Sólo el débil hilo de la legitimidad, el haber capturado el poder de acuerdo con derecho, queda para marcar la última diferencia.
¿En qué se diferencia la fuerza que aplica el Estado para imponer sus decisiones de la de cualquier grupo que tenga la fuerza efectiva para imponer las suyas?, ¿cuál es la diferencia entre un recaudador de impuestos y un ladrón?
La respuesta del derecho moderno es que el uso de la fuerza sólo se legitima, y con ello se diferencia de la banda de ladrones, si está respaldada en un orden normativo, es decir que la decisión que se impone pueda encontrar en una norma de valor superior, en última instancia la Constitución, su autorización para ejercerse. Un acto del poder es legítimo sólo cuando puede decirse que la ley ordena o permite hacer tal o cual cosa. Sin esto es un acto desnudo de prepotencia, un hecho arbitrario de quien posee el poder que se asimila al de cualquier ladrón, y por ende un delito, aunque nuestros jueces hayan perdido esa parte del Código Penal.
El órgano responsable de determinar si el acto se encuadra o no en la ley, o la ley en la Constitución, es el Poder Judicial, que a ese efecto debe actuar con total independencia de toda consideración que no sea la del derecho mismo. La idea de que el Poder Judicial pueda otorgar "permisos" para realizar aquello que no está permitido en la ley, reconociendo facultades extraordinarias, excepcionalidades que suspenden la Constitución, cuestiones "políticas" sobre las que no opina, etc., es tal vez una de las más profundas deformaciones de nuestro sistema jurídico y lo que anhela con desesperación todo político en el poder. Se había llegado tan lejos en todo esto, que a bandas de políticos se les había hecho el campo orégano. Y en eso estábamos cuando llegó el polémico fallo que les recordó que todavía, aunque sea formalmente, somos un Estado de derecho.
El fallo de la Corte no sólo es impecable de acuerdo con derecho, sino que es de una importancia fundamental en tanto por primera vez en 70 años de miserable jurisprudencia al respecto, se le pone un límite jurídico a la prepotencia del poder político, importancia frente a la cual carecen de toda significación las mezquindades que puedan haberle dado origen. El desprecio por el derecho que siente esta verdadera corte de los milagros en que ha devenido la clase política es tal, que no han podido disimular su indignación ni guardar el decoro que les hubiera permitido alejarse del papelón de considerar a un fallo no por lo que establece sino por los motivos que su prolífica imaginación de tramposos le imputa, completamente intrascendentes desde el punto de vista jurídico.
La idea de que un fallo pueda ser "técnicamente" correcto pero inadecuado, inoportuno o cosas así, no hace otra cosa que revelar la prioridad de la política (del poder puro) sobre el derecho, instalada en lo más profundo de la conciencia de quienes merodean el poder, y la más completa ignorancia del derecho por parte de quienes repiten solícitos, por boca de ganso, el argumento. Rebajado a un tecnicismo que debe ceder ante la consideración de lo conveniente o de lo oportuno, el orden jurídico pierde lo que tiene de específico y más valioso en un Estado de derecho: su condición de límite irrebasable para el ejercicio del poder. O el derecho descansa en sí mismo o no es derecho y queda reducido a un simple consejo de urbanidad para los poderosos. Así es como lo quieren los que detentan el poder, y de allí su enojo por un fallo que por lo menos recuerda que no es esto lo que corresponde a un Estado de derecho. Tal vez no hayamos nunca dejado de mudar tiranos sin mudar la tiranía.
Un párrafo aparte merece el ridículo argumento de que dada una situación de emergencia "estamos obligados a ( o podemos) tomar estas medidas que lamentablemente configuran una violación de derechos", con lo cual se pretende justificar la violación a la Constitución. Sabemos que las toman con profundo dolor, pero: ¿quién demostró alguna vez que fueran las únicas medidas posibles a tomar? ¿Quién dice que en realidad no sean las más cómodas o sencillas para el poder? ¿Quién asegura sino el propio interesado que nos espera el infierno si no se toman? El poder político evalúa lo que conviene, pero el Poder Judicial debe decir lo que se puede según el derecho establecido. He aquí el secreto de la división de poderes.
Todos estos argumentos apocalípticos que buscan asustar para que se tolere lo inaceptable, revelan una completa ignorancia de lo jurídico o, peor aún, el desprecio que se le siente cuando están en juego intereses, desprecio propio de políticos que se creen reyes y lobbystas que se quieren cortesanos del poder.
¿Pero qué le queda a un pueblo cuando toma conciencia de que vive sometido al abuso del poder y sin recurso a un orden jurídico, cuando asume que no hay diferencias entre sus gobernantes y una banda de ladrones?
La teoría clásica sólo ha podido resignadamente hablar de la "apelación al cielo", según la expresión de Locke, del derecho de resistencia a la opresión. Sin embargo es éste un recurso final que nadie puede decidir individualmente y que probablemente sea mejor tratar de evitar.
Queda como alternativa mantener la esperanza de que aun el derecho represente algo para los encargados de protegerlo, y estimular mediante acciones judiciales masivas al Poder Judicial a que busque dentro de sé mismo algún resto de la dignidad que la Constitución les demanda -protegida por un sinnúmero de privilegios-, para que reconozca la totalidad de los derechos violados y fije las responsabilidades que correspondan a su violación, demarcando así definitivamente el necesario límite del Estado de derecho al ejercicio del poder.
Para explorar esta alternativa, la última civilizada que nos queda, es imprescindible la colaboración activa de ese grupo de profesionales, los abogados, formados por la sociedad para saber y defender el derecho, actividad sobre la cual tienen el monopolio, la exclusividad de la representación. Son depositarios, en consecuencia, del deber cívico de demostrar que son capaces de hacer la distinción entre un ejercicio profesional orientado al interés particular, ya sea propio o de su cliente, y otro orientado al interés colectivo, vinculado con la defensa del orden jurídico en general, colaborando desinteresadamente con la ciudadanía para la defensa de sus derechos confiscados. No se trata sólo de si se recupera o no un depósito bancario o en qué moneda se lo haga. Lo que está en juego es la demarcación futura de los límites al poder, la definición de las reglas del juego que determinan si queremos vivir en un auténtico Estado de derecho, protector del ahorro, del trabajo, de la paz, de la igualdad, de la armonía social, para traducirlo al lenguaje de las demandas reales, o nos resignamos a un Estado que simula como derecho la voluntad prepotente del poder, protector de todo lo que vemos hoy a nuestro alrededor.
     
     
Tapa || Economía | Políticas | Regionales | Sociedad | Deportes | Cultura || Todos los títulos | Breves ||
Ediciones anteriores | Editorial | Artículos | Cartas de lectores || El tiempo | Clasificados | Turismo | Mapa del sitio
Escríbanos || Patagonia Jurásica | Cocina | Guía del ocio | Informática | El Económico | Educación