Viernes 8 de febrero de 2002
 

Para salir del laberinto

 

Por James Neilson

  En la Argentina -es decir, el país de plata-, la culpa siempre ha sido de los otros, de los españoles primero y, después, de los ingleses, los norteamericanos o, para variar, los comunistas ateos y apátridas. Pero no sólo ha sido cuestión de considerarse víctima inocente de fuerzas ajenas al ser nacional de las que "el neoliberalismo" y "la globalización" no son sino las más recientes. La misma propensión a creer que el poder para dar premios y castigos está en otra parte ha determinado las relaciones entre los distintos individuos y grupos que conforman la nación. Aquí, se las ha arreglado para que virtualmente nadie sea realmente responsable de lo que ocurre. Los intendentes dependen de los gobernadores provinciales y éstos del ocupante de la Casa Rosada quien, a su vez, suele jurar que distribuiría riqueza entre todos si no fuera por la mezquindad siniestra del FMI. Los legisladores temen más a los caciques partidarios que podrían borrarlos de la próxima lista sábana que a los votantes que, a intervalos esporádicos, les dan su legitimidad. Asimismo, los capos sindicales, el desprecio que merecen no obstante, se aferran a sus puestos durante décadas "negociando" con el gobierno de turno, a fin de perpetuar sus propios privilegios sin tener que preocuparse por la opinión de los trabajadores que en teoría representan pero que a menudo los creen delincuentes. En cuanto a los jueces, con escasas excepciones deben su condición a los favores de alguno que otro padrino político, de ahí la presencia en el Poder Judicial de tantos sujetos dudosos, entre ellos, por desgracia, algunos miembros de lo que todavía es la Corte Suprema.
Como no pudo ser de otra manera, la cultura de la evasión de responsabilidades ha engendrado un sistema político y económico que es esencialmente parasitario. Desde hace mucho tiempo la actividad principal del gobierno nacional consiste en mendigar fondos a los países ricos según criterios similares a los esgrimidos por los gobernadores provinciales cuando tratan de conseguir dinero de "la Nación". Ya cortado el suministro de "dólares frescos", como suelen llamarlos con cinismo los beneficiados por esta modalidad perversa, el sistema mismo está en vías de desmoronarse. En efecto, días después de que el FMI dijera no a las súplicas de Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo, ambos cayeron. A menos que el presidente Eduardo Duhalde logre conmoverlo lo suficiente como para recabarle un paquete gigantesco de ayuda, uno más, caerá también, abriendo las puertas al caos porque tal como está constituida, la Argentina no está en condiciones de mantenerse sin apoyo externo.
Para salir de esta pesadilla alucinante, será necesario repatriar la idea misma de responsabilidad para entonces repartirla a todos los niveles. Huelga decir que los más reacios a permitirlo serán los políticos y sindicalistas que encarnan el statu quo. Como es lógico, están haciendo lo imposible por convencer a la ciudadanía de que los culpables de las desgracias nacionales son los bancos españoles y el FMI, que ellos mismos entienden muy bien "la bronca de la gente", pero que también son víctimas del salvajismo foráneo. Se trata de una reacción automática frente a cualquier dificultad que siempre les ha sido provechosa, pero que en esta ocasión está resultando ser menos eficaz: ¿por qué, se pregunta, es la Argentina el único país de características inconfundiblemente occidentales que está desmoronándose? Banqueros avaros, capitalistas inescrupulosos y técnicos fondomonetaristas tercos pueden encontrarse en todas partes, pero únicamente la Argentina se ve bajo el dominio de políticos capaces de convertir lo que debería ser un país relativamente próspero en una ruina.
En el mundo moderno, una sociedad en la que casi todos se resisten a hacerse cargo de sus obligaciones concretas y morales está destinada a disgregarse. Puesto que todas las sociedades propenden a volverse cada vez más complejas, sus respectivas clases políticas han de mejorarse constantemente, adaptándose sin demora a circunstancias novedosas porque de lo contrario el conjunto no podrá funcionar. Aquí, empero, los caudillos son no meramente vitalicios sino que también se enorgullecen de su fidelidad a idearios antiguos. Duhalde y Raúl Alfonsín preferirían estar en los años cuarenta. No les gusta para nada el siglo XXI y por lo tanto quisieran mantenerlo a raya.
El cambio que la Argentina habrá de experimentar para que tenga una posibilidad de sobrevivir será penoso y afectará a todos, incluyendo a los miembros de una clase política fracasada y a quienes malviven en provincias feudales en que están acostumbrados a ser "clientes" -podría decirse siervos- de alguno que otro cacique, resignándose con humildad a una existencia miserable atenuada por la sensación de seguridad mínima que les brinda creer que al menos un poderoso los considera integrantes de su clan. Durante un tiempo quizás muy largo, las municipalidades y las provincias tendrán que depender de sus propios recursos, poniendo fin de este modo a la tradición nefasta según la cual el "éxito" de un intendente o gobernador depende más que nada de su habilidad como lobbysta, de su capacidad para transmutar su poder político local en dinero provisto por una instancia superior. En tal caso, los habitantes de las distintas jurisdicciones, sabedores de que el gasto público saliera directamente de sus propios bolsillos, no tardarían en obligar a sus "dirigentes" a obrar con suma prudencia. Algunas municipalidades y provincias florecerían y otras se hundirían, habría experimentos disparatados e iniciativas muy inteligentes, pero en vista de que se trata de la única forma de enseñarles a quienes se interesan por emprender una carrera política lo que es la responsabilidad, cualquier alternativa sería decididamente peor.
La crisis económica es el producto natural de la convicción injusta pero generalizada de que todos "los políticos" son corruptos e inútiles. Es por eso que la mayoría abrumadora confía más en el dólar estadounidense que en el peso argentino, factor cuya importancia fundamental pronto podría ser entendida incluso por el gobierno de Duhalde si resultan contraproducentes todos sus esfuerzos por "desdolarizar" la economía. Que sea así puede considerarse lamentable, vergonzoso y hasta irracional, pero se trata de un hecho. Como aquellos campesinos balcánicos que todavía atesoran monedas de oro emitidas por imperios europeos difuntos, los argentinos quieren contar con valores inmunes a las maniobras de personajes que creen ladrones. Antes de aprender a confiar en el peso, el pueblo argentino tendría que sentir cierto respeto por su clase política, requisito que a esta altura parece utópico, razón por la cual no sorprendería que a pesar de la hostilidad del grueso de los "dirigentes" hacia la dolarización, la Argentina termine reconociendo que su gobierno sencillamente no está en condiciones de manejar moneda alguna.
Por ser tan grandes las dimensiones del fracaso, será forzoso un recambio político drástico que sin duda perjudicaría a algunas personas buenas y a muchas más que serían rescatables. Para impulsarlo, podría resultar necesario prohibir durante un período es de esperar breve la reelección de cualquier legislador nacional o provincial y obligar a los sindicatos a democratizarse mediante leyes similares a las vigentes en los países más avanzados y no, como es el caso en la actualidad, a una procedente de la Italia fascista de Benito Mussolini. También es urgente dotar al país de una administración pública apolítica de calidad óptima, lo que, para comenzar, exigiría la marginación de todos los funcionarios políticos, salvo los ministros y un puñado de colaboradores genuinos. Para que tales reformas fueran factibles, convendría que los dos movimientos populistas que tanto han contribuido a la destrucción de la Argentina, el peronista y el radical, se disgregaran a fin de que las partes reciclables se reagruparan según pautas ideológicas en vez de vínculos personales. No sería concebible abolir por ley los partidos que sean populistas -es decir, miopes por principio-, pero de agravarse mucho más el estado del país serán eliminados por la voluntad popular, lo cual, además de permitir que un orden menos arcaico que el existente se articulara, posibilitaría una investigación exhaustiva de los medios utilizados por algunos políticos para convertirse en poco tiempo en dueños, confesos o no, de patrimonios multimillonarios.
     
     
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