Martes 5 de febrero de 2002
 

Los estupendos menonitas

 

Por Héctor Ciaspuscio

  La televisión mostró por el Canal Rural una empresa inmigratoria que ha sido bendición para el Paraguay. Hace 70 años se radicaron en su Chaco unas pocas decenas de familias menonitas y hoy, increíblemente, son el núcleo de una agroindustria de 60.000 personas que le da a ese país, con lácteos, carnes y otros productos elaborados, el 35% de sus ingresos de exportación. La vista del "tape" sobre estos colonos y su productividad nos evocó, además de los "Amish" del filme "Testigo en peligro", una experiencia nacional del tiempo de Avellaneda.
En 1876 se supo aquí que estaban emigrando desde la región del Volga al Nuevo Mundo cientos de familias de alemanes anabaptistas que se habían radicado allí dos siglos antes. Se difundió que en Canadá ya se los calificaba, a la vista del éxito de las primeras 300 familias radicadas, de "inmigrantes estupendos" y "colmenas de abejas trabajadoras". El entusiasmo que reinaba a consecuencia del momento del país y su flamante ley de colonización subió a las nubes cuando se supo que cientos de familias de ese tipo emigradas al Brasil estaban allí en dificultades por el clima y querían seguir al Plata. El gobierno se puso en campaña y Entre Ríos y Buenos Aires ofrecieron tierras para colonizar. Al poco tiempo el Asilo de Inmigrantes albergaba una multitud, en espera de ser colocados en el campo. Fue una experiencia ingrata. Hubo muchos problemas con el contacto de esos inmigrantes raros y descuidados con la vida local y la sociedad porteña presionó para una rápida instalación en las provincias.
Así, el grueso fue trasladado, "manu militari", a un paisaje idílico a orillas del Paraná. Pero no resultó fácil instalarlos. Durante meses mantuvieron en vilo a la tranquila población de Diamante con exigencias de todo tipo. Los diarios de Buenos Aires se hacían eco de los problemas. Mensuras, viviendas, formas de arar o cultivar, todo discutían. Querían una iglesia: "Nunca vamos a trabajar sino después de oír misa". No admitían compartir con argentinos sus seis leguas cuadradas de tierras. Cuando empezaron a roturar y se les rompieron arados porque les uncían demasiadas yuntas, protestaron que la tierra era "hereje". Sarmiento tronaba en "El Nacional": "Repiten los noticiosos que en Europa estarían prontos a embarcarse a estas playas una cantidad considerable de estos bípedos. Sería asunto de hacer jugar el cable telegráfico para librar al país de nuevos perjuicios. Que no vengan más". Los administradores tenían otro problema preocupante: la higiene. El médico reclamaba el baño en el río, pero ellos se resistían a meterse en el agua. Obligados, sin más, a bañarse, sorprendieron a todos por la destreza con que nadaban. Intrigados los funcionarios del contraste entre la resistencia al baño y la habilidad de peces que desplegaban, al fin lograron el secreto: cuando hacían pie en Buenos Aires varias personas les habían advertido que evitaran bañarse en el Paraná si querían salvarse de una enfermedad terrible.
De todos modos, con el paso de los meses, la tierra se les fue poniendo más "cristiana" y las dificultades comenzaron a ceder. Llamaban la atención la fuerza y la laboriosidad de los hombres. Las mujeres no les iban en zaga. En menos de dos años mil inmigrantes y 200 criollos habían construido 114 carros de cuatro ruedas, cosechaban 500 fanegas de trigo, adiestraban caballos, iniciaban la siembra de maíz, papas y maní. Eran infatigables en el trabajo. Pero se dudaba sobre su identidad. Saltaba a la vista que no eran como los "estupendos menonitas" de Canadá. ¿Qué había pasado? Un experto pudo aclarar las cosas en la prensa. "Se padece -publicó en "El Economista" del 1 de diciembre de 1877- una notable equivocación al confundir esta inmigración con la gente de otra antigua fracción del imperio Slavo Menonita que hace cuatro años dejaron Rusia para establecerse en América del Norte". No eran menonitas sino ruso-alemanes, católicos en su mayoría, de origen similar pero distintos. La autoridad habló de "impostura" o "mistificación" de los que habían firmado los contratos.
Sin embargo, las cosas fueron poniéndose más alegres con el correr del tiempo. Alexis Peyret, economista y polígrafo, visitó la colonia diez años después, en 1889, para redactar un informe sobre la colonización en general. Se manifestó entusiasmado por la fuerza de producción extraordinaria de los colonos, que ya subían a 4.000. Tenían 650 arados, 400 segadoras, 12 trilladoras a vapor. Escribió en su informe: "Aquello era un hormiguero de cabezas rubias", algo propio de la gente de Germania, a la que en tiempos romanos Tácito llamaba "magna fábrica de gentes", "magna officina gentium". Y ya entrado el siglo XX, otro especialista colocaba a estos ruso-alemanes "sólo detrás de los italianos por su vasta pujanza".
Cuando ahora se viaja por Entre Ríos sorprende la cantidad de rubios fortachones en el oeste de la provincia. Impresiona también el contraste entre algunas viejas ciudades y otras poblaciones más dinámicas, justo las que tienen abundancia de esa gente. Es un collar de pueblitos con nombres eslavos en los que prevalecen agroindustrias (arroceras, avícolas, madereras, lácteas, citrícolas, frigoríficas) sobre los rasgos ganaderos tradicionales de la provincia; algo similar al fenómeno de los menonitas auténticos del "tape" sobre Paraguay. Esos pueblos, desprendimientos de aquella colonia que comenzó con críticas y un curioso error oficial de información, expresan con elocuencia las virtualidades del esfuerzo inmigratorio.
     
     
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