Martes 19 de febrero de 2002
 

La discriminación necesaria

 

Las turbas que se dedican a cazar políticos sólo por serlo están recayendo en la misma conducta que afirman deplorar.

  Para los políticos profesionales, personas que dependen casi tanto como los actores de su imagen pública, el ostracismo sería el más cruel de los castigos si no fuera por el temor a que sea el preludio de algo mucho peor. No convendría, pues, que otros "dirigentes" emularan la conducta de dos políticos conocidísimos, Raúl Alfonsín y Eduardo Menem, que reaccionaron con violencia frente a ataques verbales, u otro, el canciller actual Carlos Ruckauf, que estuvo por hacerlo al verse hostigado por un grupo de viajeros en el aeropuerto madrileño de Barajas. Aunque la indignación que sentían los blancos de los epítetos insultantes puede entenderse, lo único que lograron Alfonsín, Menem y Ruckauf fue hacer aumentar el riesgo de que una confrontación de este tipo degenere en un linchamiento, lo cual sería una tragedia no sólo para la víctima y sus deudos, sino también para el país, que se acercaría todavía más al estado de anarquía sanguinaria que el presidente Eduardo Duhalde dice vislumbrar en su futuro.
Exageran aquellos que comparan la persecución de "los políticos" con la guerra contra los judíos de los nazis: nadie nace político y no se trata de un grupo étnico o religioso envidiado por el éxito de muchos de sus integrantes, sino de los formalmente responsables de un desastre colectivo sin precedentes en el mundo que aún no parecen haber tomado conciencia de la magnitud de su fracaso. Además, si bien es claramente injusto tratar a todos los políticos como si fueran idénticos, es innegable que la simplificación así supuesta se ha visto facilitada por la propensión de la llamada clase política a defender con vigor sus propios intereses corporativos, anteponiéndolos a aquéllos de la comunidad. En efecto, la resistencia implacable de tantos políticos a reconocer que los costos de las redes clientelares que se las han ingeniado para construir a través de los años -práctica en el fondo corrupta que ha perjudicado enormemente al sector público y por lo tanto al país-, está entre las causas más evidentes de la debacle que estamos viviendo.
De todas maneras, la hostilidad indiscriminada hacia "los políticos", para no hablar de la popularidad actual de los "escraches", una modalidad miserable típica de movimientos totalitarios, sobre todo de los fascistas, no está contribuyendo en absoluto a producir los cambios que el país tan desesperadamente necesita. Por el contrario, insistir en que todos son iguales significa despreciar las cualidades como la honestidad y la voluntad de subordinar la "lealtad" hacia un caudillo al compromiso con el bien común. Es más: puesto que las deficiencias atribuidas, a menudo con justicia, a nuestra clase política se deben en gran medida a la falta casi principista de discriminación por parte de un electorado que se ha acostumbrado a aceptar mansamente las listas sábana y a votar disciplinadamente por los candidatos de sus partidos favoritos sin preguntarse por su eventual idoneidad, hábito servil que llegó a un extremo grotesco con la elección como vicepresidenta de Isabelita Perón, las turbas que se dedican a cazar a políticos sólo por ser políticos están recayendo en la misma conducta cuyas consecuencias afirman deplorar.
Para que el país cuente con una "clase política" que esté a la altura de sus expectativas, los votantes tendrán que aprender a diferenciar entre los buenos y los malos, los sensatos y los delirantes, los lúcidos y los mediocres o francamente necios, de suerte que todas las reformas emprendidas a fin de mejorar el orden político deberían servir para que el electorado pueda separar a los candidatos dignos de quienes no lo sean. Si esto no sucede, el único resultado de la rebelión ciudadana contra quienes son sus representantes legítimos será dejar al país sin liderazgo alguno, condición que, huelga decirlo, no lo ayudaría a encontrar una salida del pantano en el que, con cada día que transcurre, está hundiéndose más. Sería bueno que algunos comenzaran el aprendizaje ya, antes de que sea tarde. De consolidarse la idea estúpida de que todos los políticos sean iguales, los únicos beneficiados serán los peores; en cambio, de adquirir el público el hábito de discriminar, será posible separar la cizaña del buen grano y de este modo mejorar la calidad del conjunto.
     
     
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