Jueves 14 de febrero de 2002
 

Pérdidas irrecuperables

 

Los países de Europa tras la Guerra y los de Asia oriental lograron asegurar la educación no porque fueran ricos, sino porque tenían prioridades compartidas por todos.

  Entre las iniciativas más constructivas que fueron ensayadas en los años últimos estaba la supuesta por el programa de becas escolares de la provincia de Buenos Aires. Gracias a él, los padres de más de 200.000 jóvenes recibían cien pesos mensuales, diez meses al año, a condición de que asistieran al colegio, lo cual hizo bajar de forma notable los índices de deserción. Pero, es innecesario decirlo, este año no habrá recursos para el programa, de suerte que es de prever que aumente espectacularmente la deserción escolar en la jurisdicción más importante del país y que se intensifique todavía más la sensación de abandono que está incidiendo en la conducta de una proporción creciente de la población. Y, como si esto ya no fuera más que suficiente, los más dan por descontado que los conflictos laborales provocarán tantas interrupciones que para los jóvenes que cursen las clases el año lectivo resultará ser una farsa, aunque puede que de continuar complicándose cada vez más el estado del país, lo cual parece más que probable, el año siguiente sea peor aún.
Sería muy fácil atribuir este auténtico desastre a la crisis económica que está forzando a los gobernantes a reducir drásticamente sus respectivos presupuestos: no hay dinero, es esencial reducir el gasto público y por lo tanto sería absurdo esperar que se despilfarren fondos escasos en ayudar a indigentes. Sin embargo, a pesar de que sea innegable que la crisis económica sí es feroz y que es urgente que el gasto público de las municipalidades, las provincias y de la Nación en su conjunto se aproxime a los montos recaudados, también lo es que el colapso de esquemas que fueron emprendidos con el propósito de mitigar su impacto a largo plazo se debe a mucho más que la falta de fondos. Al fin y al cabo, en otras partes del mundo, como en Europa durante la Segunda Guerra Mundial o en Asia oriental antes de que comenzaran a brindar sus frutos los diversos "milagros" económicos que transformaron una región tradicionalmente paupérrima, los distintos países lograron asegurar la educación de casi todos los jóvenes con más éxito que el considerado factible aquí incluso en épocas de bonanza.
Pudieron hacerlo no porque fueran más ricos -por el contrario, eran sumamente pobres conforme a las pautas actuales-, sino porque tenían prioridades que estaban compartidas por izquierdistas y conservadores, progresistas y reaccionarios. En efecto, todos coincidían en que la educación era una cuestión de importancia fundamental y que descuidarla sería suicida. Por lo tanto, la sociedad entera se movilizaba a fin de garantizarla: la ciudadanía estaba más dispuesta a tolerar la estrechez extrema que a permitir que los jóvenes crecieran sin aprender. Si bien abundan los argentinos que, consultados, dirían lo mismo, lo que efectivamente ha sucedido en el país a través de los años hace pensar que en el caso de la mayoría sus presuntas convicciones en tal sentido siempre han sido teóricas y en consecuencia superficiales. Si no lo fueran los docentes nunca se hubieran visto convertidos en "trabajadores de la educación" por lo común pésimamente remunerados y la deserción escolar, que refleja no sólo la extrema pobreza sino también la difusión de la idea peligrosa de que en un país sin perspectivas estudiar no sirve para nada, no hubiera alcanzado el nivel escalofriante que hoy en día es tomado por natural.
El que la educación sea una prioridad meramente virtual, o sea, ficticia, es otro síntoma del mal que acaba de entrar en una fase acaso decisiva. La "crisis de valores" a la cual se alude tan a menudo no es una abstracción, sino un fenómeno que tiene consecuencias bien concretas. Al minimizar la significancia de las señales de decadencia que se hacían evidentes al transcurrir el siglo XX, tratándolas como defectos pasajeros que desaparecerían sin que fuera necesario hacer nada, la sociedad permitió que se pusiera en marcha un proceso degenerativo que dista de haber culminado. De tales señales, el escaso respeto por la educación era una de las más ominosas: aunque pocos dirigentes se preocupaban por ella, aquellos que manifestaron su alarma por sus implicancias no se habrán sentido demasiado sorprendidos por las calamidades que años más tarde se abatirían sobre el país.
     
     
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