Domingo 16 de diciembre de 2001 | ||
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Aeropuerto |
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La penúltima palabra no está dicha; la última siempre hay un bobo que la ha repetido mil veces.
Todo sigue igual: a los españoles no les interesa saber comer, ni saber beber, ni mucho menos les interesan las libertades democráticas. Al despistarnos de Madrid, hace un mes abundante, para echar a andar nuestra vuelta a España, repletamos una bolsa de viaje con un economato liviano y con los utensilios indispensables para el picnic eventual: tenedor, cuchillo, servilletas de ley, un plato de loza y pan de molde tostado integral, latas de sardinas y jamón de York emplasticado; y en caminos vecinales, carreteras comarcales y autopistas nos surtimos según las cuitas propias de la aventura cotidiana; en el mismo continente cupo un botiquín de emergencia: pastillas mil para cualquier dolor imprevisto, cajas de pastillas para forzar el sueño en caso de insomnio. En otra bolsa, de color azul cielo, ofrecimos viaje a una oficina ambulante con biblioteca; más de 50 bolígrafos, dos docenas de cuadernos medianos con hojas cuadriculadas, una grabadora, tres casetes vírgenes, la guía de viajes Gourmetour y nuestros libros referencia de esta vuelta a España: El Quijote; la Biblia; los dos tomos del diccionario de bolsillo de la Real Academia Española; el diccionario de sinónimos de la lengua castellana; "El arte de la prudencia", de Gracián; la guía francesa Michelin; "Versos áureos", de Pitágoras; una novela de Simenon; un cuento de Carlos Fuentes; dos tomos de las obras selectas de Carlos Dickens, y tres mapas orientadores; otros libros fueron comprados por el camino y hemos echado de menos algún texto sobre la geometría no euclidiana. En 37 días hemos leído 207 periódicos diarios, españoles o extranjeros, y 25 revistas de información general, amén de los semanarios dichos del corazón. En este tiempo de calores desalmados, salvo cuatro excepciones memorables para nosotros, hemos alternado en bares y cafeterías, chigres, comedores de carretera, y, a veces, hemos triturado con ansia un bocadillo sentados en una roca al borde del mar bravo. Regresamos a Madrid porque tenemos billete de avión para el puente aéreo que despega de Barcelona, y por cobardía también. Pero soñamos muy lúcidamente con el día, aunque sea el eterno, en que no haya billete de retorno a la capital de los politicastros fatuos, de los editorialistas y de los columnistas de todas las Españas negras que viven su vida pública y mala a espaldas de la España que late como hija de su historia y que, escuchados o leídos en Benavente, Motril, Cáceres o Gerona, son desguace ferruginoso; son una orgía por ellos parida que limita al norte con la autovía camino de Burgos, al oeste con San Martín de Valdeiglesias, al este con Camilo José Cela y al sur con nada. En todos los libros hemos leído algo a diario al azar, hasta caer vencidos por el cansancio o el aburrimiento; en este instante, en el aeropuerto de cristal barcelonés ideado por Bofill, repetimos la operación; hemos echado mano de un libro que es El Quijote; ya abierto, al tuntún ponemos el dedo pulgar de la mano derecha encima de una palabra; es la primera de un párrafo que transcribimos: "Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos de ellos, más simples que curiosos, en alta voces comenzaron a decir: -¡Milagro, milagro! Pero Basilio respondió: -No "milagro, milagro", sino "industria". La letra pequeña del libraco aclara que, en aquellos alucinados tiempos, "industria" quería significar "truco". Yo soy un truco. Feliciano Fidalgo De la serie de artículos de viajes "La vuelta a España". "El País". |
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