Miércoles 12 de diciembre de 2001
 

Calmantes

 
 
El lugar es un pequeño restaurante ubicado en avenida San Juan al 2.000, donde también se venden vinos, quesos y fiambres. Es más que una fonda y menos, estéticamente hablando, que un salón. Comíamos allí hace unos años, muy bien acompañados por Claudio Uriarte, un López tinto y un guiso de caracoles. La conversación atravesaba rutas no marcadas en el mapa de los encuentros formales. Del catolicismo y sus razones a Camarón de la Isla pasando por la efectividad de los vampiros.
La gente cruzaba la vereda con el rostro congestionado por el calor del verano, la humedad sin misericordia y el ritmo propio de la ciudad. Tardaban, los periodistas, varias horas en comenzar a elevar el cuerpo.
Generalmente ya era tarde cuando esto sucedía, aunque la reunión había comenzado temprano. Luego un taxi, una larga caminata o un odioso colectivo de vuelta a casa, y si sobraba algo de dinero, una incursión a la librería de usados. Placeres. Calmantes. Trucos cotidianos para campear el temporal incesante.
Ahora que la espalda nos mata una tardecita de verano patagónico (un duende se retuerce entre los vértices de nuestros huesos) y nos resistimos a consumir cualquier analgésico que no procure, al mismo tiempo, una cuota de placer, el recuerdo llega con la testarudez de los viejos tiempos.
Hay otros encuentros en este presente de cálculos inciertos, otras voces y otros diálogos aunque nosotros "los de entonces, ya no somos los mismos" (estimado Neftalí). En la redacción del diario el parlante del televisor anuncia un nuevo sorteo salvador para las almas que penan su terrenal miseria. Un número, padrecito de los santos morosos. Una fija, San Patricio de las calculadoras.
Calmantes. Frente a una mesa bien servida, con el vino a punto, el aroma que sube hasta nuestros sentidos olfativos y nos revoluciona las entrañas. Dionisíacos. Cuando con un puro que nos ha regalado algún amigo entrañable, y bien considerado de nuestra pobreza, reflexionamos acerca del verdadero color de los ojos de Gioconda o la curva ascendente de los pezones de Juliete Binoche.
Placeres que salvan. El día que nos acarician las mejillas o nos miran con verdadero afecto. Pero no alcanzamos a recordar la palabra gracias. Hartos de tanta lucha, repodridos de empujar la rueda cuadrada, nos derretimos ante el calor ajeno.
Placeres. Alrededor de la mesa otra vez, a las carcajadas por las posibles utilidades de un preservativo musical (ya ven... todo ha sido dicho). Plenos, en el rigor de la charla, en el entrecruce mágico de los que combaten a besos.
Opciones. Tirados sobre la arena, en el limbo de la nada. Sueños de sal que no les piden permiso intelectual a los ángeles caídos. La mayoría de los placeres comienzan siendo analgésicos contra la realidad. Luego pasa lo que pasa. Uno olvida lo inolvidable y las aves migratorias se alejan sin que entendamos el sentido de las estaciones.
San Paticonfuso, no nos permitas morir de esa tentación: la rutina.

Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar

   
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