Sábado 1 de diciembre de 2001 | ||
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Siempre es pronto para decir adiós |
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Como músico visitó casi todos los géneros musicales. Pero como hombre prefirió mirarse en el mismo espejo en que lo hace Charlie Watts, el célebre baterista de los Rolling Stones. Su reflejo siempre fue el de un hombre normal. Alejado de la fama, optó por la elegancia. |
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Un Beatle siempre se va pronto. La secreta idea de que un Beatle debe vivir eternamente en esta tierra persiste en el imaginario de los fanáticos -y de los que no lo son también-, como la extraña certidumbre de que Dios, tal vez, en una de ésas, existe.
Pero John Lennon murió a manos de un loco que un día terminará suelto y llorando sobre el suelo de Manhattan por su atroz error. El hombre de gesto indiferente que se proclamó, junto con sus compañeros de banda, más famoso que Jesucristo, terminó crucificado sobre el madero de su fama. La fe no es más que una apuesta contra el sentido común. Dios existe. John Lennon vive. Elvis Presley toma daiquiris en Hawai. Jim Morrison pinta murales en las calles de París. Jack Kerouac era invencible, todavía lo es. Jean Dean fue secuestrado por marcianos. Luca no ha muerto. Sid Vicius tampoco. La lista es eterna, si la eternidad significa algo en estos días grises. Dios existe, cierto, pero el jueves por la noche George Harrison respiró por última vez con sus pulmones enfermos de cáncer. Su garganta ya estaba desgastada de tanto hollín y su carne curtida por no saber cuándo, dónde, cómo. Nada fuera de lo común para un buscador. No fue un típico ídolo del rock, porque tampoco fue un típico integrante de The Beatles. No se resignó a ocupar el tercer puesto en una banda donde el cuarto siempre estuvo reservado al más tonto. Esa es la tarima a la que aceptó ser bajado Ringo Starr. Los otros dos, McCartney y Lennon, se arañaron los ojos en procura de la medalla dorada. La muerte transformó al segundo en mito y la discusión se dio por concluida. Harrison vivió al margen de las disputas. Cuando le pidieron ser tercero ocupó su cochavo por conveniencia, con estilo. El resto del tiempo osciló entre la extrema creatividad, la simpleza y la franca mediocridad. Visitó casi todos los géneros y fue amigo, primo o amante de los más variados subgéneros. Nada le resultó ajeno y los labios de la música jamás le supieron a otra cosa que chocolate con estrellas. Como Charlie Watts, el sobresaliente y bajo perfil baterista de los Rolling Stones, Harrison optó por verse en el espejo de la forma en que lo hace un hombre normal. Antes que el glamour y las limusinas, lo atraía el vértigo del pensamiento. Llevó al grupo a conocer Oriente. Pero ninguno se sintió auténticamente comprometido con las complejas formas del hinduismo. De esos viajes iniciáticos el primero en bajarse fue Ringo, luego le siguieron los demás. George Harrison se quedó para aprender. Volvió a Londres y a la portada de los diarios con la barba larga, los ojos cansados y una sonrisa triste que conservó hasta el último segundo de su vida. "Sabíamos que estaba enfermo desde hacía tiempo. Era un tipo solitario y un hombre muy valiente y tenía un maravilloso sentido del humor. Era como mi hermano pequeño", aseguró McCartney. Sus familiares contaron que murió sin miedo. Apenas si se dejó llevar hacia la nada. Donde todo comenzó. Claudio Andrade |
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