Miércoles 24 de octubre de 2001 | ||
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La Venus del látigo |
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La Venus lleva largas botas negras, brillantes. Atadas con interminables cordones hasta casi la rodilla. La Venus tiene el pelo corto, los labios sangrantes, los senos al descubierto, levantados por un corsé de cuero rojo. En una de sus manos sostiene un látigo de doce colas, en la otra un tango escrito por la nostalgia del varón. Nos aporrea con ahínco cuando le da la gana, pero la amamos.
En ciertos momentos de la relación aceptamos ser tan fieles como un perro, resignados a que nos sirvan el alimento con la indiferencia de un amo. No siempre es así. Pero para que la armonía perdure, la Venus debe resurgir cada tanto. Sin suerte, amenazamos con la ira eterna y, tomados de la valija que nos regaló mamá, damos un portazo. La Venus sonríe. Ya volverá, piensa, siempre vuelven los que se van sin que los echen. El amor es una fórmula exquisita que incluye buenas dosis de odio. En alguna medida, nos debemos el insólito honor de emular a Leopoldo von Sacher-Masoch, sin el cual el masoquismo seguramente llevaría otro apodo. Masoch, un obsesionado por el sexo femenino (¿quién no?), escribió este picante diálogo en "La Venus de las pieles": -Y lo que usted sabe mejor que yo -contestó doña Venus con arrogante tono de desprecio- es que el hombre está bajo los pies de la mujer. -Seguramente, y de aquí que no me haga ninguna ilusión. -Lo que quiere decir que sois siempre mi esclavo sin ilusión, por lo cual no tendré yo misericordia. -¡Señora! La pasión no se mide sólo en orgasmos o en la facturación de los sueldos unidos a fin de mes, sino también y sobre todo, en la intensidad de los conflictos. Y puestos a elegir preferimos la incertidumbre de la ofuscación antes que la paz de los sacramentos. Quien siempre conserva la calma tiene serias probabilidades de haber muerto sin saberlo. Escupir el llanto, dilapidar la compostura, romper en furia, atacar las paredes con nuestros nudillos desnudos, patear ¡las sillas recién compradas!, perseguir al perro inocente en un rapto de locura no anunciada, invocar la tormenta, maldecir a Dios porque todo lo que nos hace rabiar ese hombre o esa mujer, son las marcas de la sangre. Sin rasguños no hay poesía. Sin cobardía no hay verdadero valor. A fin de cuentas la institución del compañerismo amoroso ha sido edificada tanto sobre la vocación de seguridad como de placer, y este último viene en una caja de Pandora. Si sabes, ignoras. Si contienes esfínteres, te anquilosas. Si juras, mientes. Si besas, muerdes. Si comprendes, complotas. Si asientes, niegas. Si caminas, corres. Si gritas, te escondes. No hay mejor lucha que la que se desarrolla en el escenario de las sábanas. Mejor no salir indemne de ahí. El encuentro -sin límites, extraño, lento o apurado- es la suma de las dulces gotas de madrugada cayendo sobre tus párpados y de la respiración entrecortada de los que se saben cayendo en el abismo. Claudio Andrade |
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