Miércoles 5 de setiembre de 2001 | ||
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Papascoraila |
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Le gustaba entrar hecho un malón tehuelche al comedor de su casa de campo, allá en Ultima Esperanza. Sus invitados engullían con premura un pedazo de cordero patagónico y él hacía un alto en la sesión subido a su mejor caballo. Tendría 55 años. Todos se mataban de la risa. Qué gracioso, ¿no? Imagínense si este domingo entra el abuelo voleando la "guasca" arriba de un "pingo".
Para entonces apenas si veía dos metros más allá de sus narices. Se estaba quedando ciego desde que era un niño. A veces, en sus recorridas por el campo para juntar la tropilla, volvía con el rostro herido por las ramas de los árboles y con la ropa manchada de grosellas y calafates. Era un "ovejero", decían los otros, de él, de sí mismos, con humildad, con suficiencia. Como quien dice "gaucho". Como quien dice marino. Un día llegaron los "nuevos tiempos" -y se fueron los ingleses-, las reformas, la modernidad y sus estadísticas de progreso. Le dieron un dinero, lo alejaron del viento. De los perros. Del potro "Luna". A diferencia de otros, lo usó bien. Se compró casas, puso "pensiones". Lo rebautizaron "Antuco", "Papascoraila", como esas papas de un solo pelo que cultivan los chilotes. Trabajó. Trabaja. Nunca ha sabido hacer otra cosa, este viejo maravilloso, Antonio. Pero el día que se quedó definitivamente ciego, se encerró con una escopeta que les había ocultado a los milicos en el "73 y se la puso en la boca. Estuvo días enteros con el "bicho" gatillado. Nunca hizo explosión. Afuera sus hijas, su mujer de un metro cuarenta, le suplicaban que optara por la vida. Un día salió del encierro, se puso lentes oscuros, no mencionó más el asunto. Malcrió nietos y "pensionistas". Se dedicó a contar las tonterías de los gringos sucios. La nieve siguió cubriendo por metros el campo, pero él dejó de verla. Radio Nacional le decía cómo estaban El Turbio y Buenos Aires, se enteró de que un tal Carlos Menem estuvo en la mina 28 de Santa Cruz y prometió el oro y el moro. Nunca pensó vivir tanto. Ni llegar a los 70, cuando ya va por los 80. La salud no ha sido jamás suficiente argumento para abandonar el tinto. Tampoco se le cae la cara de vergüenza cuando les pontifica a sus nietos, ya grandes y bebedores ellos, "¡el chupi noooo!, hace mal eso". (Una risa). Ha tenido tiempo de elaborar consejos más inteligentes acerca de la longevidad. Según su experta opinión, la vida tiene un único fin: "minas, pibe". Cuentan que amansaba caballos y perseguía mozas. A los primeros los golpeaba hasta cansarlos, a las segundas les mentía hasta aburrirlas. Uno de esos hombres que saben o estudian para saber que no saben nada, como Sócrates, un filósofo japonés que pasaba por su casa en Magallanes, dio hace unos años el veredicto ante sus familiares contrariados: "Antuco es un sabio". A veces, después de una copa, nos derrama su sistema de pensamiento rompiendo la quietud de las tardes de primavera que en el sur del sur extienden infinitamente la luz del día. Con la mirada puesta en la pared canta: "Así es la vida amigo, nosotros con las mujeres de los otros, y los otros con la mujer de nosotros". Así es la vida amigo. Claudio Andrade |
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