Domingo 24 de junio de 2001 | ||
Andre Malraux:
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Siempre dos Francias. La de derecha. Con deslizamientos largos y crueles hacia el racismo. La del caso Dreyfus, por ejemplo. La Francia colaboracionista de los nazis, ese pasado que no quiere revolver. Como también se irrita cuando se escarba sobre la patética lógica que la empantanó en Indochina. Que la degradó torturando y asesinando en Argelia. Y la otra Francia. Esa orilla que se vertebra en la convergencia de espíritus abiertos y liberales con la variopinta izquierda. La Francia de los frentes populares. La del Maquis. La que irritará a Charles De Gaulle haciendo política con y sin adoquines. Una Francia que el esfuerzo stalinista por hacerla propia siempre fue estéril. Una Francia fiscal del colonialismo. Plagada de personalidades con discurso contradictorio. Vehemente. También demagógico. Jean Paul Sartre, diciendo que la URSS era el país más libre del planeta. Muy poco tiempo después denunciando el Gulac. Por encima de esas dos Francias -inexorablemente siempre- la Francia eterna. Esa que se respeta a sí misma cuando a modo de actos quirúrgicos muy incisivos, sus historiadores y biógrafos ponen todo a cielo abierto. Ahora el eviscerado hizo blanco en André Malraux. El de "La esperanza", "La condición humana", "La hoguera de encinas"... El Malraux que conspiró en China contra la última Dinastía y los retazos de los Mandarines. Ahí, desde Cantón, esa ciudad de olores también eternos, juncos, neblina, mucha neblina y musgo. El Malraux que fatigó Africa y Asia buscando vestigios de reinos milenarios erosionados por la arena y el viento. O escondidos por la exuberancia de Indochina. El Malraux que armó una escuadrilla para defender a la República Española de aquella otra España, la del fascista Francisco Franco. Ese Malraux sin dotes de aviador. Pero que fungía aceptablemente como ametrallador delantero en Potez 42. O, como lo recuerda Paul Nothcomb, el único sobreviviente de aquella escuadrilla, ese Malraux que simplemente trepaba a los aviones "para estar allí", entre los tiros. El Malraux del Maquis. Ahí, en los montes de una Francia que cobijaba a la resistencia a los nazis. El Malraux que cayó en las garras de la Gestapo. Con los años el Malraux ministro de Cultura de De Gaulle. Alentando la voltereta de aquel hombre que siempre se sintió el "novio de Francia". Aquella voltereta del general que lo llevó en dos años a decir "los he comprendido" en Argel a los franceses que resistían toda iniciativa tendiente a la independencia de Argelia. Pero que dos años después, el mismo general se pusiera al frente de esa independencia. El Malraux que en la turbulenta Francia de inicios de los "60 lideró la marcha de un millón de seres por las calles de París para enfrentar al ejército que se resistía a dejar Argel. "Está en juego el espíritu de la Resistencia, que es el espíritu de la Libertad. Si es necesario, volvemos al combate", dijo aquella noche velando armas en Les Champs Elysees. El Malraux que en el "60 llegó a la Argentina. "Esta es la capital de un imperio que no existe", dijo cuando conoció Buenos Aires. El Malraux que en un camino caprichoso una noche se quedó sin sus dos hijos. Que tuvo que acostumbrarse a que desde la infamia y el odio los facistas le enviaran cartas congratulándose del dolor que él sufría ante tanto desgarro. El Malraux amigo de Victoria Ocampo, a la que acribillaba a preguntas sobre esta contradictoria Argentina. Pero ahora, Oliver Todd -brillante ya en su "Albert Camus, una vida" (Tusquets)-, nos habla del otro Malraux. Del maniático -depresivo plagado de imposturas y deslizado permanentemente rumbo a una mitomanía. Algo de esto ya reflexionó Bernard - Henry Lévy en "Las aventuras de la libertad" (Anagrama). El Malraux que sin estudios universitarios se atribuirá un título de doctor honoris causa. El Malraux que sin conocer a Stalin, dirá que habló con él y recibió consejos y advertencias. El Malraux alcohólico y pagado de sí mismo y deseoso de misterio con tal de trascender desde el enigma. En fin, la leyenda colocada a escala humana. Malraux desacralizado. Pero siempre "condottiero"... Carlos Torrengo |
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