Miércoles 20 de junio de 2001

 

El juego que no termina

 
  Nadie sabe muy bien cómo es que Madonna, Christina Aguilera, Chayanne u otros miembros del mundo del espectáculo consiguen el extraño milagro de saltar cual canguros frenéticos y cantar al mismo tiempo.
En sus inicios de la fama, cuando la reina del pop era todavía incorrecta y no conocía los beneficios del yoga, dicen que una máquina apoyaba palmo a palmo su vocalización. Cubría los baches que le dejaba el jadeo. Las performances de los artistas de pop, rock y demás segmentaciones musicales, forman parte de una máquina infernal que escupe figuras nuevas capaces de lavar los platos, arrojarse contra la hinchadas y golpear a la cámara, todo de memoria sin dejar de gritar alguna consigna de tinte rebelde.
Norman Mailer recordaba en una de sus últimas entrevistas lo agotador que es el acto de escribir, lo mucho que entrega un ser humano al volcar ideas en un papel. El desgaste de la confesión. El juego de la industria moderna ha transformado el arte pop en un patético show de circo moderno. Aguilera no sólo debe vocalizar con cierta coherencia, también afinar, recordar la letra, coincidir con el grupo que la acompaña y seguir las imposibles coreografías de sus bailarines. Está obligada a no fallar. No importa si logran el perfecto sabor, las estrellas del ciberespacio pagan el precio de vivir en el Olimpo de plástico.
También los escritores de un libro cada seis meses, los comediantes de televisión que hacen llorar y reír en tres programas distintos y otras tantas obras de teatro, los jugadores de fútbol condenados a ser eternos "hombres de ida y vuelta". No por nada ésta es la era del Viagra. Siempre en alto.
Vamos, no son dioses, apenas personas de carne y hueso en busca de gloria. Son las mismas chicas, los mismos varones que luego deleitan las historias verdaderas y truculentas de canal E!. El infatigable ajetreo de Pear Jam, Limp Bizkit o The Back Street Boys, representa una consigna. La propuesta del nuevo milenio: "No se agoten, no cierren los ojos". Coca, whisky y televisión, drogas nada casuales de hoy en día. El show termina cuando se apaga la cámara o baja el telón. Y ninguna de las dos cosas ocurre. Ya nos lo demostraron Gran Hermano y El Bar. La diferencia de estilos, las marcas que nos distancian del rebaño se convierten así en un catálogo de freaks, marginales por poco y nada. Nunca se habló tanto de la libertad de expresión, pero la diversidad no es una característica de las manifestaciones artísticas de estas épocas.
Entonces continúa sorprendiendo el cine de Win Wenders y Pedro Almodóvar, la música de Tom Waits y Gismonti, la literatura de Jorge Luis Borges y Nicanor Parra. Por diferentes, desinteresados del sistema estrictamente lucrativo. Estas chicas y chicos que cantan, bailan y zapatean sin que se les caiga una gota de sudor, se parecen demasiado entre sí. El mismo café sin cafeína.
Kurt Cobain sorprendía a los fans con su dramática humanidad, con su hastío. Con eso marcó un hito en la música contemporánea. Cansado de la idolatría tiraba su guitarra contra el suelo y perforaba la batería. El show había terminado.
Claudio Andrade
   
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