Domingo 3 de junio de 2001 | ||
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"El valor", "El honor", pero sobre todo los músculos bronceados |
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Pocas veces, quizá nunca, en el género de las películas sobre conflictos humanos tanto dinero, esfuerzo y técnica han producido una obra tan insulsa y sensiblera como Pearl Harbor. Gracias a la tecnología digital y a la larga experiencia como realizador de anuncios publicitarios y vídeos de rock del director Michael Bay, este filme tiene una calidad visual increíble; las escenas de la batalla llevan al espectador tan cerca del verdadero ataque a Pearl Harbor como lo permiten las cómodas butacas de un cine. Pero aparte del pum, pum que, repito, es un pum, pum excelente, el resto no es más que un melodrama horrible con una buena dosis de patriotismo americano empalagoso y descarado. Dejaré a un lado la historia melodramática de dos fornidos y aseados combatientes estadounidenses y de su chica. Lo que me ha parecido más extraordinario fue el patriotismo y la glorificación de la musculatura masculina. La interminable charla sobre "el valor", "el espíritu de Estados Unidos", "el honor", «el heroísmo", "el deber" y "morir por la patria" se ejemplifica con imágenes estilo Riefenstahl de los forzudos estadounidenses: tomas desde un ángulo inferior; el sol al fondo; piernas largas; cabellos rubios; piel bronceada; músculos acusados; sonrisas pícaras; mandíbulas apretadas en un gesto de determinación. El patriotismo de la película es empalagoso, cuando no exagerado. La figura de Mickey Mouse adorna los bombarderos que van a participar en una ataque aéreo contra Tokio. Un hastiado oficial de la RAF (pálido, enclenque, inglés, no un forzudo) le dice a Affleck que si todos los yanquis son como él, los alemanes tendrán que pedirle ayuda a Dios. Vemos a un Roosevelt inválido, el heroico presidente de una nación de héroes, ponerse de pie con dificultad y denunciar a gritos "el día de la infamia". Escuchamos un réquiem mientras los soldados heridos agonizan en el hospital, y su valiosa sangre se recoge en botellas de Coca Cola. No llegamos a oír el himno de EE.UU. cuando ondea la bandera, pero en la película se pulsan todas las demás teclas del patriotismo. Los oficiales quieren a sus soldados, los hombres aman a sus novias y los compañeros se aprecian entre ellos. No obstante, las chicas importan poco. Al igual que tantas películas de épocas anteriores, Pearl Harbor trata de la camaradería entre hombres típicamente americanos. Dada la naturaleza del sistema escolar de EE.UU., donde los chicos aún juran a diario defender su bandera, y dada la importancia de la tontería patriótica de la política estadounidense, nada debería sorprendernos. Sin embargo, la ausencia absoluta de ironía en esta forma de representar la guerra es notable. No siempre ha sido así. Las películas de guerra de Hollywood de los años 60 y 70 eran satíricas, irónicas y de un humor subversivo. En una época marcada por la guerra de Vietnam, no todos los espectadores sucumbían a los sermones sobre la gloria militar. Incluso Patton, película favorita de Nixon, presentaba un retrato ambiguo del veterano general. Tampoco eran tan ingenuas las películas bélicas de los 50. ¿Cómo iban a serlo? Muchos de los directores y actores habían luchado en la guerra. John Wayne y Ronald Reagan quizá nunca participaron en un combate, pero James Stewart y Robert Mitchum sí lo hicieron. En las películas que ensalzaban el valor de los norteamericanos siempre había un lado oscuro, una especie de desgaste de su nobleza. Comparada a Pearl Harbor, una típica película de John Wayne como Arenas sangrientas es una obra profunda. Su generación sabía que los verdaderos soldados no suelen hablar mucho del valor; simplemente sueltan palabrotas e intentan sobrevivir a la siguiente jornada sangrienta. No podemos pretender que los realizadores de Pearl Harbor sepan lo que es una guerra. No recuerdan ninguna. Para ellos la guerra es como un sueño, con un extraño matiz de nostalgia. Un aspecto de Pearl Harbor que la diferencia de las películas de guerra de antes es la total ausencia de personajes misteriosos, o al menos un poco complejos. Todos son unos buenazos. Hasta los japoneses son buenos; raros pero buenos. En consonancia con la actual moda de lo políticamente correcto (y con el ojo puesto astutamente en el mercado japonés), se da por sentado que los japoneses tienen unos valores distintos a los nuestros, pues pertenecen a otra cultura. Como observa Affleck, son "un pueblo honorable que ve las cosas de otra forma". Todo esto suena muy bien, pero ¿cómo sabía que los japoneses eran tan honorables? ¿Fue una acción honorable invadir China y matar a millones de civiles? ¿Eran realmente honorables algunos de los héroes norteamericanos? Piénsese en el gran almirante Bull Halsey, cuyo lema era "matar japoneses, matar japoneses, matar más japoneses". O el verdugo de Tokio (y más tarde de Vietnam del Norte), el general de división Curtis LeMay, que se regodeaba contando que 100.000 habitantes de Tokio «habían muerto abrasados, cocidos y asados» en una sola noche. Quizá sea útil contar con tipos como éstos en una guerra, pero ¿son realmente hombres honorables? En Pearl Harbor se insiste en el carácter exótico de los japoneses. En realidad no aparecen mucho en la película, pero cuando lo hacen son figuras extrañas que hablan gruñendo (y en ocasiones con un acento poco convincente) en ambientes sumamente raros. Parece que unos gigantescos estandartes del sol naciente acompañan siempre a los generales japoneses, como un inevitable telón de fondo. Y en la única escena de una calle de Japón aparece un templo con señoras en quimono riéndose tontamente y saludándose con reverencias, como en una foto publicitaria de la Japan Airlines de los 50. A mitad de la película recordé otro filme sobre Pearl Harbor que vi en Tokio hacía más de 20 años. The War at Sea from Hawaii to Malaya fue realizado por Kajiro Yamamoto en 1942 con motivo del aniversario del ataque a la base norteamericana. Al igual que la reciente producción estadounidense, era una espectacular obra maestra de la técnica cinematográfica. Pero lo que me hizo pensar en esta película japonesa no fue tanto el espectáculo como su mensaje patriótico, que es de hecho la esencia de la obra y no se diferencia mucho del de Pearl Harbor. La propaganda japonesa durante la guerra, a diferencia de la occidental, no solía hacer hincapié en la vileza del enemigo. Como ocurre en Pearl Harbor, en la película de Kajiro Yamamoto el enemigo apenas aparece, en parte por la falta de extras blancos, pero también porque el argumento de la cinta no era el enemigo. Los verdaderos temas eran el deber, el valor y el sacrificio. Cuanto más cruento era el combate, más admirable nos parece el deber y el espíritu de sacrificio de los protagonistas. Por este motivo la propaganda japonesa era a menudo más verosímil que la occidental. Pero ahora Hollywood ha dado alcance a los japoneses. (...) Hollywood se ha dedicado siempre a fabricar una realidad deseada, en lugar de obras que reflejen la realidad. En tiempos de dificultades económicas, Hollywood nos muestra la buena vida. En estos tiempos de relativa paz, que se distinguen por la obsesión por el bienestar personal y la cobardía del Gobierno, Hollywood nos ofrece una película sobre sacrificios heroicos. Es como si debiéramos sentir nostalgia por los tiempos en que nos pedían que muriéramos por la patria. Nos quieren convencer de que las personas que pelean en una guerra son mejores seres humanos y de que deberíamos ser como ellos. Quizá otra guerra contribuiría a nuestro desarrollo personal. Es la máxima manipulación sentimentalista, esta vicaria experiencia de autosacrificio que se ofrece ahora en nuestros cines. Es también una obra profundamente cínica. O al menos eso parece. Aunque tengo la impresión de que es algo incluso peor. Me da la sensación de que los realizadores de esta extraña celebración son profundamente sinceros. Creen en su propio espectáculo, porque nos hace sentir bien, y les hace sentirse bien, y poderosos, y muy ricos. Por tanto, ¿quién necesita la realidad? Simplemente acomódense en la butaca y disfruten de la película. Hasta la próxima guerra. Y entonces moriremos, sin honor. Ian Buruma es periodista y escritor especializado en temas asiáticos, autor de Mientras se juega el partido (Anagrama). Esta columna de opinión fue publicada en el diario "El Mundo" de España el 29 de mayo. Arcadas de una corresponsal de guerra "Me parece una obscenidad el psicótico lanzamiento mundial de la película que conmemora lo de Pearl Harbour (no más de unos 2.000 muertos: norteamericanos, desde luego; multiplíquenlo por mil, o más: el valor de una vida norteamericana suele ser incalculable), justo en momentos en que vemos cómo tienen que resistir bajo armas mucho más poderosas los pueblos que han sido empujados a los sumideros de la Historia por los poderosos y sus adláteres. |
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