Domingo 3 de junio de 2001 | ||
Por la luz que me alumbra Kilos de literatura |
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Leemos libros de muchas maneras diferentes y sin tomar cuenta de ello. Leemos sentados, de pie, arrodillados, acostados boca abajo, boca arriba y de costado. Leemos volando en las alturas o bajo tierra a toda velocidad. Leemos flotando en el agua, a los saltos en un colectivo o en la biblioteca. También lo podemos hacer simultáneamente con otros menesteres: leer y comer, leer y escuchar música, leer en el baño o leer amando. En este último y sensible ítem el Kamasutra es uno de los pocos libros de consulta que no descontextualiza. Sin embargo, se ha sabido de tristes casos con lecturas del Patoruzito o "Novedosos puntos para tejer al crochet". Leer caminando era una costumbre de la adolescencia, cuando no podíamos dominar nuestra ansiedad. La técnica era sofisticada; cada treinta metros había que levantar la vista para registrar el estado de las veredas y después la cuestión era enfocar el ojo en la lectura y esquivar la gente con la visión periférica. Todo un arte urbano. Nuestra relación con los libros va un poco mas allá de su contenido literario. Tenemos preferencias por las tapas duras o las flexibles y nos fijamos en su encuadernación. Señalamos las páginas con la solapa, una servilleta de confitería o execramos de manera fundamentalista a los que doblan los bordes de las hojas para marcar. Somos de los que leemos los prólogos o los salteamos, o de los que no soportamos el suspenso y vamos a las últimas páginas para saber quién es el asesino. Según García Márquez, él se reconoce como un lector de este último tipo y fue lo que lo motivó en la forma de plantear su cuento "Crónica de una muerte anunciada". Desde el principio se sabe quién es el asesino, no es necesario tomar algún atajo. Pero si hablamos de lecturas de peso, no hay como un libro de seiscientas treinta páginas. Un kilo ochocientos gramos de papel y tinta. Seis centímetros de espesor. Acometer un libro de esa contextura nos lleva a hacer unas mínimas corroboraciones. Abrimos en cualquier página y nos fijamos si el tamaño de letra es el adecuado. Lo sopesamos y advertimos que no es precisamente para andar de aquí para allá con él, a no ser que lo incluyamos en la rutina de ejercicios físicos. Comenzamos a leer por sus alrededores y disimuladamente, como quien no quiere alertarlo. La contratapa, la solapa de contratapa, la solapa de la retiración de tapa y ahí nos topamos con la foto del autor que nos mira serio. Su rostro inevitablemente nos dice cosas; parece un tipo prolijo, casi obsesivo y prolífico. Seguramente escribió para hacer un libro de ochocientas páginas, hasta que se reunió con el monstruo de su editor, que poco delicadamente lo conminó a mocharle doscientas páginas. - ¿Qué querés pibe?, ¿que lo pongamos a la venta con cuatro rueditas y un piolín? Seguimos leyendo por los arrabales. El copywrite, las ediciones, el diseño de tapa y la ley 11.723. Nos dejamos de vueltas y nos zambullimos. El libro nos atrapa y nos cuesta abandonar la lectura a pesar de la hora. El límite lo ponen los brazos cuando comienzan a temblar. La sesión siguiente fue en la cama y con el libro apoyado sobre el pecho. En la página 50 el desequilibrio era notorio. La mano izquierda sostenía apretadas cincuenta páginas y nuestra diestra lo intentaba con las quinientas ochenta restantes. Esta vez tampoco el límite lo pusimos nosotros, sino el botón del piyama, que a esa altura ya se había grabado en bajo relieve sobre nuestro tórax. Decididamente es un libro de mesa. Con la gravedad de nuestro lado en la mesa todo fue bien hasta la página ciento setenta y cinco. La firme encuadernación del libro se oponía a que lo abriéramos como para que las hojas nos mostraran una superficie de lectura moderadamente plana. Nuestros antebrazos, firmemente apoyados en la mesa, permitían que nuestras manos, pivoteando en nuestras muñecas, mantuvieran con firme delicadeza las hojas abiertas. El espesor de las hojas de un lado y otro mantenían las superficies convexas. Una mitad con luz y la otra en penumbra. Las letras se condensaban al alejarse en una curva descendente. Lo mejor era ir moviendo la cabeza de izquierda a derecha, como peinando el "jopo" de la hoja. Aquella jornada fue agotadora. El día siguiente descubrimos que un borde saliente del monitor de la computadora podría mantener el libro abierto sin necesidad de usar nuestras manos. Claro, a todo esto habíamos llegado al territorio neutral del centro del libro. Aquí se comenzaban a igualar las páginas y las presiones cedían mientras se compensaban. Lentamente el ying se allanaba al yang. Al llegar al centro exacto, el libro se abría en dos, se nos entregaba con docilidad. Disfrutamos ese momento a sabiendas que todo recomenzaría pasando unas pocas páginas. Esta vez, sobre la izquierda se amontonarían las páginas que nos querrían cerrar el libro y sobre las derecha todo el misterio de las hojas por leer. Llegado a este punto de la lectura, nos preguntamos cuánto de todo esto podríamos recordar más allá de las sensaciones. Los datos, los nombres, las situaciones… Vino a nuestra memoria Fahrenheit 451 cuando el señor Granger le comenta a Montag: -"…Todos tenemos una memoria fotográfica, pero nos pasamos la vida aprendiendo a olvidar. Simmons, aquí presente, ha desarrollado un método para recordar cualquier cosa que hayamos leído una vez…". En aquella novela de Bradbury eran tiempos en que los libros se quemaban y aquellos que los amaban habían aprendido a recordarlos para utilizarlos cuando la humanidad recobrara su sensatez. Después de ese segundo de abstracción guardamos nuestros queridos mil ochocientos gramos de papel y tinta en el fondo del cajón de la mesa de luz. Como para protegerlo de los lanzallamas de Bradbury. Horacio Licera Licera@journalist.com purgatorio E… E… Estornudo Bodega de libros |
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