Domingo 25 de marzo de 2001 | ||
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La historia desde abajo, una historia sin fin |
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l orden democrático en Latinoamérica -o en la mayor parte de ella- ha logrado superar la década en permanencia y estabilidad, lo cual indica, entre otras cosas, la vocación de estas sociedades para sostenerlo aun cuando en el imaginario social éste sea considerado un mal menor. Sin embargo, la estabilidad y el consenso del que ha gozado la democracia como forma de gobierno no indica la aceptación social de las propuestas económicas que se han implementado desde mediados de los ochenta, ni menos aún que las mismas impliquen una mayor equidad social. De esta forma, el siglo XX terminó sin respuestas, o tal vez las respuestas que ofrece son las de la desesperanza; como diría José Pablo Feinmann: las revoluciones fracasaron, los movimientos que surgieron para luchar por la libertad de los hombres llevaron a nuevas opresiones y las ideas se encuentran bajo sospecha, ya que se transformaron en concepciones intolerantes que condujeron a la radical negación de la existencia de alguna posible verdad en el diferente. ¿Cuáles son los rostros de la desesperanza? El de la exclusión, el de la marginalidad, y el de la muerte. En la Argentina de los últimos cuarenta años, nada ha sido tan devaluado como la vida humana. Veinticinco años atrás, un joven estaba dispuesto a dar su vida para derrocar la prepotencia militar y desterrar la injusticia social. Hoy, alguien está dispuesto a inmolarse por una casa de plan de vivienda. Trágica comparación que no deja de ilustrar el fracaso contundente de la sociedad argentina por hacer de este país un suelo habitable para todos aquellos hombres de buena voluntad... El rostro de la desesperanza es, consecuentemente, el de aquellos que peregrinan a la sombra del desarrollo, que deambulan en las márgenes de lo tolerable y aceptable y escandalizan tan sólo con su presencia. Su singular existencia resulta insoportable para la dama o el caballero que teme encontrar en ellos la imagen de lo que el futuro les depara a sus hijos. El historiador social, aquél comprometido con eso llamado la historia desde abajo, ha venido escuchando las voces molestas de quienes han estado a la sombra de ese desarrollo tan deseado. La vida cotidiana de bandidos, prostitutas, trabajadores, linyeras o mendigos fue ocupando las páginas de un libro que cuando creíamos estar finalizando, el golpeteo a nuestra puerta de nuevos personajes solicitando permiso para entrar, nos volvía a los inicios de la pesquisa. Con el tiempo, comprendimos el horror que encerraba el maleficio del eterno retorno: no eran los muertos, los hombres del pasado los que golpeaban nuestra puerta, sino que eran los vivos, los del presente, los excluidos de estos tiempos. Era ver a un chico de la calle limpiando un parabrisas, para pensar en la niñez en el Territorio de Neuquén hace 50 años. Eran los sin trabajo de hoy los que en su mirada expresaban el desamparo creciente en que la realidad los colocaba y ante lo cual preguntaban ¿qué era un obrero? Era una anciana vagabunda que intentaba ocultarle la verdad a su madre que en el pasado había soñado con que ella sería la mejor maestra neuquina. Y éste es el hechizo por el cual la historia desde abajo es una historia sin fin. Frente a la desesperanza, noche tras noche quienes intenten recrear la historia de los sin historia serán visitados por esos rostros, por quienes excluidos en su presente buscarán refugiarse en la historia escrita para no quedar expuestos a la intemperie del olvido. Y algunos de nosotros, que ya hemos asumido nuestro sueño interrumpido, les seguiremos abriendo las puertas todas las veces que sea necesario... María Beatriz Gentile |
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